NUEVO Y VIEJO AÑO NEVADO
Recuerdo
que aquella nochevieja nevó sin
parar. El año nuevo nos sorprendió, incluso a los más trasnochadores que salían
ojerosos de los locales de copas y sueños, con una mañana radiante y luminosa.
Toda blanca e inmaculada, como recién salida de la fábrica de días hermosos.
Cuando nieva y después sale el sol la vida aparece con un resplandor mágico,
primoroso y encantador. Es como si las miserias de la existencia fuesen
cubiertas por un bello manto de armiño y ternura. Pendían de la frente de la
musa, que coloqué el último verano en mi jardín, finísimos y tiernos carámbanos
helados que cuando el sol hacía diana en ellos desprendían destellos brillantes,
parecidos a aquellos rayos del sol que recogíamos de niños con un espejo y los
estrellábamos contra los ojos de la chica que nos gustaba. Por sobre mi
ofuscada mente se elevaron conmovedoras, confundiéndose con el acompasado ritmo
de las gotas que se descolgaban de la nieve fundida, las notas del Concierto de Año Nuevo que desde Viena llegan cada primero de enero para
hacerme creer, un año más, igual que el pasado, idéntico que el anterior y el
anterior del anterior, que todo es a estrenar como el año que comienza, que yo
también cobijo viejas esperanzas en algo favorable que habita en un porvenir
que desconozco. Aunque en el fondo albergo una especie de presentimiento que me
dice que es repetido y antiguo, que yo ya pasé antes por días así, que esto me
parece vivido y que no hay nada diferente bajo este sol maravilloso y sobre
esta nieve deslumbrante que, sin embargo, me invitan a respirar apasionadamente
durante los días que le restan a mi pequeña vida. Y es que la mañana se ofrece
a recorrerla, a sentirla, a saborearla, a sembrarla de bellos recuerdos para el
futuro.
Me encaminé con mis hijos al cementerio
(los que allí moran también tienen derecho al nuevo año aunque sólo sea en
nuestra memoria), fuimos pisando la nieve virgen que crujía suavemente como la
cuna de un niño cuando éste se gira sobre sí mismo.
Me acerqué a un anciano que
miraba emocionado la tumba de su hijo: "-Ya
ves -me dijo-, quién le iba a decir a él que hoy permanecería aquí. Estaba en
la viña una tarde como tantas otras del último otoño, cuando ya ni siquiera
cuelgan las hojas secas de los sarmientos rojizos, y cayó fulminado por algo
extraño. Parecido a lo sucedido a tu padre". Mientras hablaba, aquel
hombre quitaba parsimonioso la nieve de la lápida con una escoba de las de
siempre, sin mando a distancia ni nada parecido. "-En realidad -prosiguió- no sé por qué retiro la nieve, si la
mañana sigue soleada pronto se derretirá". Eso mismo -medité- pensaba Edward Grieg al componer La
Mañana de su Peer
Gynt y, no obstante, no se derritió, se heló para siempre en nuestros
corazones.
El sol jugueteaba a través de las nubes y en aquel momento no
llegaba diáfano ante la nieve de las vallas. Hacía relucir, en cambio, sobre la
cruz que preside la tumba, un trozo que permanecía indeciso entre el gris y el blanco y que al
final acabó siendo agua formando sobre la tierra un charco de amor. "-Vámonos, ya hacemos poco aquí.
Dejémosles descansar tranquilos". Salimos juntos andando despacito sobre
un silencio conmovedor y me hablaba de otros años nuevos que a mí, en ese
momento especial y derrotado por el destino, me parecían todos muy viejos y
tristes. "-Nevaba -explicaba- y
hacía mucho más frío que hoy y cantábamos villancicos (“Madre en la puerta hay
un niño…”) ateridos pero felices por las calles heladas de Cadalso".
Posiblemente, nunca se sabe, también puede que hiciera más amor que ahora,
¿verdad abuelo? Nos despedimos en el cruce. Cada uno tomó el camino melancólico
que conducía a su casa y a sus pensamientos; él avanzaba dignamente ayudándose
de su cayado y con la gorra ligeramente ladeada.
Le vi abatido alejarse,
desvaneciéndose ante mis ojos. Aquel hombre me conmovió profundamente hasta las
lágrimas. Noté en ese instante que mis pies los tenía congelados como cuando
era niño pero no reparaba en ello. Ahora, a veces, me calzo zapatos livianos en
invierno para volver a sentir la placentera sensación del frío de mi niñez. En
la cuneta, unos chiquillos alegres construían un triste y extravagante muñeco
de nieve y, buscando ocultar sus lágrimas, supongo, le colocaron unas gafas de
sol en las que se reflejaban sobre sus cristales obscuros los árboles nevados y
las miradas de quienes le observábamos. "Todo
avanza deprisa y tenemos muy poco tiempo ante nosotros...", lamentaba
la inscripción que alguien rotuló en un cartón y colgó del cuello del monigote
que lo tenía abrigado con una bufanda roja y raída de lana. Aquel mensaje
parecía ser el ligero y postrer soplo de su vida.
Un atardecer caluroso de verano, de esos
que disimulan muy mal las noticias tristes, de esos que parece que al final
acabará todo licuándose sin remisión, llevaron a aquel hombre a reposar junto a
su hijo. Yo no dije nada cuando me lo comentaron. En silencio admiré su poética
ternura y su noble porte. El sol llameaba aquella tarde de distinta manera a
como lo hacía la mañana de año nuevo que pasé junto a él. Sabía que le echaría
de menos al pasar por el cementerio el primer día del año, lustro, década,
siglo, milenio o lo que leches sea; eso sí, nuevo,
como él lo llamaba, o viejo como
pensaba -y pienso- yo. Pero no dije nada para no dejarme descorazonar, sólo hice
acopio de sueños que evitarán enfriarme en Navidad.
Dicen que suele ser muy cruda para aquellos que no tienen recuerdos cálidos con
los que arropar sus sueños.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
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