La novela más
bonita que he leído sobre toros se titula Los
Clarines del Miedo, de Ángel María
de Lera. Vosotros sois como sus noveles toreros protagonistas: Héroes rebeldes llenos de ilusiones que
se sobreponían a una época sombría de hambre y miedo. Muchos perdisteis jirones
de vuestra piel y todos os dejasteis vuestra juventud en el intento de alcanzar
la gloria con grandeza humana.
Alimentabais también
las maravillosas esperanzas de nuestra infancia. Yo soñaba con alguno de
vosotros dándome la alternativa en Cadalso.
Y salir en vuestra compañía a hombros de nuestros paisanos por la única puerta grande que tenía aquella humilde plaza de toros de madera, cuyo olor se me quedó incrustado para siempre en el recuerdo. Al final resultó que sólo salíamos por la puerta grande de la imaginación que es un amparo que siempre tenemos a mano y que además es más barato y mucho más hermoso.
Y salir en vuestra compañía a hombros de nuestros paisanos por la única puerta grande que tenía aquella humilde plaza de toros de madera, cuyo olor se me quedó incrustado para siempre en el recuerdo. Al final resultó que sólo salíamos por la puerta grande de la imaginación que es un amparo que siempre tenemos a mano y que además es más barato y mucho más hermoso.
Fuisteis como
los grandes amores de nuestra vida. Esos que te hacen caminar a seis
centímetros del suelo, volar sin alas y viajar sin billete en el AVE del único amor
eterno que nunca se acaba: el del entusiasmo. Estabais hechos con esos enamoramientos
toreros que te quitan el sueño y el hambre y a cambio te ciegan con el brillo
sobrecogedor de pasodobles, triunfos y emociones. Fuisteis esos valientes que
nos llevabais de la mano por el camino de la penuria con destino a la dignidad. Erais el
mayor y único motivo para seguir creyendo en un futuro algo mejor. Entonces no
existían problemas que no se pudieran solucionar con una verónica que os brotara
libre de las muñecas y de los sueños.
Desde que me
dijo mi amigo José L. Martín que
vendríais, partí hacia ese tiempo agridulce para buscaros y entronizaros en ese
Olimpo Torero que por derecho propio os pertenece. Un lugar sin lujos, sin
fastos, sin alharacas, pero que alberga viejas muletas melancólicas rebosando
torerías y caricias. Las manejáis con fina soltura y suave tacto mientras vuestros
corazones henchidos de satisfacción abren la triunfal Puerta Grande del Paraíso.
Este pequeño
apunte os lo dedico a vosotros, pero también a Ricardo Arruza. Su apacible recuerdo sostenía mi mano según esto
escribía. Ricardo, más que un buen
torero, fue un torero bueno que desde que nos dejó lidera el escalafón de mi
corazón. Y a su atenta mujer, Montse, se
lo dedico. Y a su hija, Lorena, que me
saludó una noche del pasado verano mientras que sus ojos iluminaban de infinito
cariño la calle del Cuerno.
Y se lo ofrendo, por fin, a todos aquellos que se quedaron en la cañada luchando con denodado arrojo para conquistar esa sublime pasión y, de paso, hacerse un minúsculo hueco bajo el sol donde rumiar inmortales afectos y faenas celestiales.
Y se lo ofrendo, por fin, a todos aquellos que se quedaron en la cañada luchando con denodado arrojo para conquistar esa sublime pasión y, de paso, hacerse un minúsculo hueco bajo el sol donde rumiar inmortales afectos y faenas celestiales.
Miguel Moreno González
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