(No hay nada más triste en este mundo
que despertarse el día de Navidad y no ser un niño)
NOCHEBUENA
Recuerdo la mañana de aquella nochebuena. Todos los majuelos del arroyo de Tórtolas amanecieron blancos por la escarcha. En la tarde de esa
misma nochebuena cayó una niebla que
de cuando en vez se disipaba y entonces aparecían las hierbas irisadas debajo
de los pinos que desprendían un vaho etéreo al recibir el contacto de un sol
pálido y triste. Era el homenaje del campo a la noche venidera.
Aquel día estuvimos cogiendo aceitunas en la viña de “Cuatro Vientos”. Yo tenía las orejas y
las manos heladas mientras mi paladar aún saboreaba “el gallito” reciente. A mediodía, en el pequeño monte vecino, ya
no quedaba nadie. Únicamente permanecían el rocío, el silencio, los pinos y
muchas piñas por el suelo. Cogimos un saco de piñotas para encender la lumbre
de nochebuena y adornar el belén. Nos marchamos muy felices y
la viña se quedó desamparada y triste.
Esa noche los niños no nos callamos y los susurros de
los recuerdos de los ausentes no silenciaban la mente de los adultos. Alguien comentó
que las penas no se pueden curar y siempre acaban doliendo, que las casas se
quedan solas y se hace infinito el eco de los ausentes, que el dolor produce un
amargor profundo de ausencias que va llenando la pieza de tristezas, que los
lamentos se acercan desde muchos lugares desconocidos sobresaltando el ánimo, que los
mayores sienten miedo al oír en soledad el viento porque les hacen más
pensativos y más viejos, que las nochebuenas
cada año conmueven más. Que las penas lloran cuando los
pétalos vuelan…
Pero a mí me invadía una alegría navideña que se
proyectaba desde el alma hasta mi cara aterida al saber que aquella noche,
poseída por las luces extrañas que aparecían detrás de la casa, era especial
porque era nochebuena. Estaríamos
juntos en Las Casetas con la
zambomba de Jesús, las ocurrencias
graciosas de “Quinito”, secundado
por Juanjo que le motivaba especialmente
su ingenio, la expresión bonachona de Pío,
el incansable trajinar de Feli y Francis para que todo estuviera a
punto, la llegada de Justo y Luciano después de pedir aguinaldo por todo el pueblo rociándolo
de moscatel y polvores, la satisfacción indisimulada del abuelo, las mil caricias por segundo que irradiaban los ojos de la abuela, la bondad que contenían las
manos de Martina, el semblante
melancólico de mi padre acompañado
de la sonrisa esperanzada de mi madre.
El
pobre, cuando todos comenzamos a cantar el villancico "El Niño Dios se ha perdido", asustado, se metió debajo
de la mesa. Jamás volví a tener perro, el sabor que me dejó su fidelidad pudo
más que las ganas de sustituirle con un nuevo compañero que me haría añorarle
más.
No sé qué nos pasa a los infantes con las cosas de la Navidad que nunca nos dejan crecer.
Lo
más que nos permiten hacer es recordar cuando éramos buenos sin saberlo y los
grandes no podían silenciar nuestra felicidad.La vida de los niños de mi
generación está hecha, más que la de ninguna otra, de recuerdos.
Recuerdos calientes de las calles y de
las casas de entonces que pretenden arropar estas Navidades actuales que, si las comparo con las de mi infancia, se
me antojan más frías en todo menos en la temperatura del ambiente.
En
todo caso:
¡Mucha Felicidad!
Miguel
MORENO GONZÁLEZ
. . . . . . .
del mismo autor:
Es muy hermoso y muy triste porque es verdad.
ResponderEliminarCadalseño