Ayer fue el día de la croqueta...
Ya lo veis, tenemos días para todo...
Nacida en Francia y perfeccionada en España: la sabrosa historia de la croqueta...
Crujiente, deliciosa, entrañable… La croqueta lo tiene todo, incluso un día internacional que se celebró ayer. ¡Honrémosla como se merece descubriendo su historia! y todo sin conocer esta gente las croquetas de los Popes de Cadalso en Casa López, que para mí son muy buenas...
“Las croquetas deberían tener hueso, para que pudiésemos
llevar la cuenta de las que comemos”. Esta frase tan lucida no es mía
—ya me gustaría— sino del gran Ramón Gómez de la Serna, pero sirve para
ilustrar gráficamente la devoción que sentimos los españoles por estos
fritos celestiales. El famoso autor de las greguerías fue uno de esos
admiradores incondicionales y en su biografía Automoribundia
(1948) se lamentaba de cómo siendo pequeño las daba por sentadas y hasta
se cansaba de ellas: “¡Otra vez croquetas! — solía gritar protestativo,
sin saber que una croqueta leal y modesta es el huevo vital de la
simpática y cómoda sociedad burguesa, y que debía prorrumpir en
exaltaciones de gozo al comérmela”.
Ay, lo que hubiera dado don Ramón por probar en el exilio
una de las croquetas de su madre, y lo que daríamos todos nosotros —un
brazo, un riñón, media vida— por volver a comer una croqueta materna.
Esnif. Las de tal sitio están bien, y las de allá dicen que son las mejores; tu suegra las hace con todo el cariño y tú llevas años intentando perfeccionar la receta:
todo en vano. La dichosa magdalena de Proust no es nada comparada con
tus crujientes recuerdos, pero tienes que aceptar de una vez que el
santo grial croquetero, la idea platónica de la croqueta perfecta está
en tu memoria más que en tus manos y seguramente no volverá. Cuando te
enjugues las lágrimas y te hagas a la idea de que LA croqueta está fuera
de tu alcance, podrás disfrutar de una vida llena de croquetas
buenísimas al 98%. Como las de Carme Ruscalleda, cuya receta salió
triunfadora en un duelo de fritura sin igual perpetrado recientemente en este portal.
A malas, siempre puedes suspirar por aquellas croquetas de
tu infancia y por su secreto inexplicable. Rendirles honores, contar a
todo el mundo lo buenas que estaban y de paso aprender un poco sobre su
origen e historia, que nunca viene mal. Sobre todo cuando es el
Día Internacional de la Croqueta. Así todo en mayúsculas, porque ella lo
vale. Ahora que cualquier chorrada tiene su correspondiente jornada
mundial, es de agradecer que haya una dedicada a la exaltación
croquetera porque las croquetas se pueden hacer de todo y en cualquier momento, pero no está de más ponerles un altar de vez en cuando.
FRANCIA Y SU COQUETA CROQUETTE
Casi todos sabemos que “croqueta” viene del verbo francés croquer (crujir) y de su variante femenina en diminutivo croquette
(lo que viene a ser “crujientita”). A partir de ahí hay un poco de lío
porque en algunos sitios pone que se inventaron en el siglo XIX, en
otros que si fue el cocinero del rey Luis XIV… Lo cierto es que son
bastante más antiguas de lo que se piensa, ya que la primera receta es
de 1691. Ese año se publicó el recetario Le cuisinier roial et bourgeois (el cocinero cortesano y burgués) de François Massialot, célebre chef franchute y cocinero por ejemplo de duque de Orleans, pero él las llamaba
“croquets” y eran bastante distintas a lo que ahora entendemos por una
croqueta como dios manda. Estaban empanadas y fritas, sí, pero eran
bolitas de una especie de farsa o picadillo a base de carne, huevo,
trufa y hierbas. Esta masa se redondeaba con las manos en distintos
tamaños —desde el de un huevo hasta el de una nuez—, se pasaba por huevo
y pan rallado, se freía y chimpún. Voilà croquets!
Poco después empezó a utilizarse la palabra croquette y así se quedó, pasando a nuestro idioma también en femenino.
¿PERO LAS CROQUETAS NO SON DE BECHAMEL?
Pues ahora sí, alma cándida, pero allá a finales del siglo
XVII la bechamel aún no se había inventado o, por lo menos, no se
llamaba así. Fruto de otro mito culinario de ésos que tanto nos repatean
aquí, se suele dar por bueno que la bechamel la creó el gran cocinero
galo Pierre de la Varenne y que viene en su libro Le Cuisinier françois
(1651), pero en realidad no aparece por ningún lado una receta —ni
parecida ni con ese nombre— hasta el año 1733. Y encima, en un recetario
escrito en inglés, para que rabien nuestros vecinos del norte.
El francés Vincent la Chapelle, jefe de cocina del conde de Chesterfield, escribió en lengua inglesa The modern cook (1733), donde asoma la patita una receta de “turbots à la Bechameille”
o rodaballo con una salsa hecha de mantequilla, hierbas, harina y
leche. ¿Y por qué se llama así? Pues porque entonces los cocineros eran
muy peloteros y solían bautizar sus nuevos platos en honor a sus
señores. Louis de Béchameil (1630-1703), marqués de Nointel y
maestresala del rey francés Luis XIV seguramente no se metió jamás en la
cocina y menos para salsear, pero tuvo la suerte de que usaran su
nombre para una de las preparaciones más famosas de la gastronomía. Así
lo contaba la aristócrata Renée de Froulay en sus memorias: “Es
afortunado ese pequeño Béchameil […] yo hacía servir carne de ave con
crema cocida veinte años antes de que él viniera al mundo y nunca he
tenido la suerte de poder dar mi nombre a la menor salsa”.
La bechamel triunfó como los Chichos a finales del siglo
XVIII y fue entonces cuando los cocineros franceses comenzaron a usarla
como base para las croquetas.
LAS CROQUETAS ESPAÑOLIZADAS
Allá durante la Guerra de Independencia, con medio país
afrancesado y otro medio revolucionado, ya se comían croquetas en
España. “Un frito de croquetas”, así tal cual, aparece en la minuta de
una cena ofrecida en 1812 a las tropas inglesas que venían a liberarnos de Napoléon. También las conocía Leandro de Moratín, que en 1819
recomienda a un amigo que se deje de preocupaciones y se dedique a
hincar el diente en “ricas croquetas”. No sabemos de qué eran, pero lo
más probable es que se parecieran más a las croquets de Massialot que a las actuales de jamón.
La primera receta española de croquetas es un poco loca y
os va a dejar con el culo torcido: fueron unas croquetas de arroz
pensada como postre. Se incluyeron en un libro de cocina de 1830 con el curioso título de Manual
de la criada económica y de las madres de familias que desean enseñar a
sus hijas lo necesario para el gobierno de su casa. Hechas de arroz con leche, se empanaban dos veces y se freían.
Se ve que a partir de ese momento las croquetas ganaron
popularidad, porque a mediados del siglo XIX ya había recetas en español
para hacer croquetas de ave, conejo, ternera, cangrejos, salmón,
merluza, langosta y patata. Un frenesí croquetero. Algunas se hacían a
lo antiguo, con un simple picadillo, y otras con bechamel en plan
moderno. En el Diccionario doméstico de 1866 ya aparecen dos de
las variantes croqueteras más tradicionales en nuestro país: las de
bacalao y las excelsas, las maravillosas croquetas de jamón. A tanto
llegó el furor por estos fritos ibéricos que el escritor Juan Valera las
ponía como ejemplo de la corrupción de la modernidad en su obra De la perversión moral de la España de nuestros días (1876):
“Nunca me olvidaré de que cuando el ferrocarril de
Andalucía no llegaba más que a Despeñaperros, había allí un fondín,
donde los pasajeros descansaban y comían antes de tomar coches,
caballos, mulos o diligencias. […] El fondista, no ya ventero, andaluz
muy jaque, muy hablador y muy comunicativo, venía a hablar con los
viajeros, solía sentarse a su lado sin ceremonia, en mangas de camisa y
con el velludo pecho descubierto, y encomiaba siempre en términos
hiperbólicos el buen trato que se daba en su casa. Pero cuando él se
llenaba de entusiasmo; cuando apuraba toda su elocuencia; cuando se
conocía la sinceridad fervorosa de su admiración, sin trastienda, sin
recámara, sin propósito de dar valor a su establecimiento, sino por
sentirlo así, era cuando hablaba de un plato que en ciertas ocasiones
solía servir a sus huéspedes, hecho con pechuga de gallina, jamón,
leche, harina de flor y nuez moscada. Nunca terminaba el encomio sin
añadir, para ilustración de su atento auditorio, que el plato se llamaba
croquetas”.
Si un paisano de Despeñaperros fardaba ya entonces de hacer
las mejores croquetas de jamón, ¿cómo no vamos a aceptarlas como muy
españolas y muchos españolas? A pesar de su origen gabacho aquí las
hemos adoptado y mejorado, porque tal y como decía la gran Emilia Pardo
Bazán en La cocina española moderna (1917), “las croquetas al
aclimatarse a España han ganado mucho. La croqueta francesa es enorme,
de forma de tapón de corcho, dura y sin gracia. Aquí al contrario,
cuando las hacen bien, las croquetitas se deshacen en la boca de tan
blandas y suaves”. Ahí está la clave, en hacerlas bien. A partir de ahí,
sean croquetitas o croquetonas, cocretas o cocletas (palabras que por
cierto, se dicen desde 1832), todo son gustos. Y para todos hay colores y
una croqueta perfecta.
¿No te han entrado unas ganas locas de comerte doce de una
sentada? ...
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