desde un furgón y
nos pasaban películas gratis,
claro está en blanco y negro
la gente acudía con su silla o taburete..
y los muchachos en el suelo..
todos frente a la pantalla que ponían en los balcones ...
* * * * * *
El cine en la Plazolilla..
Recuerdo como llegaban los “húngaros” a lomos de su desvencijaba furgoneta que era su vivienda ambulante y a la vez su sala de proyección cinematográfica. La enorme sábana blanca que servía de pantalla la colgaban de la fachada de la panadería de la tía Colsina; la recogían por el día y la desplegaban un rato antes de comenzar la sesión nocturna. Allí peregrinábamos con las sillas de anea y un sinfín de ilusiones que veríamos cristalizadas enseguida sobre el espejo de aquella sábana gigantesca.
Las mujeres más precavidas -y algunos mayores- portaban sus rebecas sobre el brazo, más tarde les protegerían del relente cuando acabada la película se encaminaban comentándola hacia sus casas. Los adultos se situaban perfectamente sentados en fila, con un orden no escrito ni hablado pero sí perfectamente definido desde años atrás; los pequeños nos sentábamos en el suelo delante de todos con la boca abierta, los ojos asombrados y redondos como platos y la “gaita” constantemente levantada mirando hacia la pantalla.
Por aquel lienzo pululaban todo tipo de personajes y situaciones que durante un par de horas nos descubrían mundos maravillosos. Nosotros sabíamos que existían únicamente porque los veíamos allí y los visitábamos con nuestras deslumbrantes imaginaciones. Eran universos contenidos en cintas de rancheras (Jorge Negrete), del oeste (John Wayne), de miedo (Boris Karloff), de amor (Gary Grant, K. Hepburn) e incluso taurinas mejicanas (Rodolfo Gaona, Luis Procura)? que alegraban nuestras noches especiales veraniegas.
En el descanso los “húngaros” aprovechaban para hacer la rifa del regalo de turno; una “mano inocente” sacaba de una bolsa de tela el número agraciado que durante la proyección unas chicas muy morenas, risueñas y guapas se encargaban de vender a los mayores en tiras de papel de colores chillones con aquellos números de la suerte impresos.
En el intermedio los niños no parábamos de movernos, de jugar, de pelearnos… nuestros padres sabedores de nuestra alegría imparable y contagiosa no solían decirnos nada.
Todo era un espectáculo inagotable y fascinante para nuestros sentidos. Uno de los más bellos nos aguardaba al terminar la sesión, cuando nos dirigíamos hacia nuestro domicilio (allí nos esperaba otro cine que nuestros padres llamaban “el de las sábanas blancas”) y contemplábamos la bóveda centelleante del cielo estrellado cadalseño con el pecho henchido de emoción. Esta euforia nos la provocaba la sensación desconocida y placentera de haber vivido algo irrepetible.
El día no tardaba en llegar. Otra jornada más donde vivir nuestra película que, a diferencia de las de la Plazolilla de Arriba, desconocíamos entonces que aparecería alguna vez el FIN.
Miguel Moreno
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