Hace ya tiempo que Miguel me envió este escrito y ahora vuelvo a ponerlo en nuestro rincón de la lectura....
LAVADEROS
Y CINE DE VERANO CADALSEÑO...
El verano siempre es diferente a cualquier otra estación del año. Las
vacaciones, el buen tiempo, los días más largos, la brisa del anochecer… todo
coadyuva a darle un envoltorio especial.
Por eso mis veranos infantiles
cadalseños siguen columpiándose agarrados a las cuerdas que sujetan el columpio
de mi memoria. Un par de horas matinales solía dedicarlas a dar clase o
“repaso” y el resto del día a jugar incansable por el campo y las calles.
Nuestra vida de entonces transcurría fundamentalmente al aire libre.Recuerdo
como acompañaba a mi madre y a mi abuela hasta “Los Lavaderos” que se
encontraban justo donde está ahora el aparcamiento del Polideportivo. Aún hoy
pueden observarse los pequeños restos de uno de sus muros de ladrillo rojo
intenso de ese edificio que albergaba –casi a partes iguales- agua, pulcritud y
conversaciones por doquier.
Allí las mujeres cadalseñas con dedos blancos,
arrugados y cortos, como violinistas del agua, lavaban la ropa que portaban en
covanillos de mimbre y la tendían alrededor del lavadero hasta que se secaba.
Mientras estaba expuesta al sol se podía observar su blanco inmaculado y oler
el inconfundible aroma de la lejía y el jabón de aceite hecho por las propias
lavanderas en casa. Los niños nos perdíamos entre los pinos de “Los Lavaderos”
jugando a los juegos de siempre y que tanto difieren de los actuales. Allí nos
enterábamos de las últimas noticias del pueblo. Una que solía hacernos muy
dichosos era cuando nos comentaban que había cine esa noche en la Plazolilla de Arriba. Recuerdo como llegaban los “húngaros” a lomos de su desvencijada furgoneta que
era su vivienda ambulante y a la vez su sala de proyección cinematográfica. La
enorme sábana blanca que servía de pantalla la colgaban de la fachada de la
panadería de la tía Colsina; la recogían por el día y la desplegaban un rato
antes de comenzar la sesión nocturna. Allí peregrinábamos con las sillas de
anea y un sinfín de ilusiones que veríamos cristalizadas enseguida sobre el
espejo de aquella sábana gigantesca. Las mujeres más precavidas -y algunos
mayores- portaban sus rebecas sobre el brazo, más tarde les protegerían del
relente cuando acabada la película se encaminaban comentándola hacia sus casas.
Los adultos se situaban perfectamente sentados en fila, con un orden no escrito
ni hablado pero sí perfectamente definido desde años atrás; los pequeños nos
sentábamos en el suelo delante de todos con la boca abierta, los ojos asombrados
y redondos como platos y la “gaita” constantemente levantada mirando hacia la
pantalla. Por aquel lienzo pululaban todo tipo de personajes y situaciones que
durante un par de horas nos descubrían mundos maravillosos. Nosotros sabíamos
que existían únicamente porque los veíamos allí y los visitábamos con nuestras
deslumbrantes imaginaciones. Eran universos contenidos en cintas de rancheras
(Jorge Negrete), del oeste (John Wayne), de miedo (Boris Karloff), de amor
(Gary Grant, K. Hepburn) e incluso taurinas mejicanas (Rodolfo Gaona, Luis
Procura)… que alegraban nuestras noches especiales veraniegas.
En el descanso
los “húngaros” aprovechaban para hacer la rifa del regalo de turno; una “mano
inocente” sacaba de una bolsa de tela el número agraciado que durante la
proyección unas chicas muy morenas, risueñas y guapas se encargaban de vender a
los mayores en tiras de papel de colores chillones con aquellos números de la
suerte impresos. En el intermedio los niños no parábamos de movernos, de jugar,
de pelearnos… nuestros padres sabedores de nuestra alegría imparable y
contagiosa no solían decirnos nada.
Todo era un espectáculo inagotable y fascinante para nuestros sentidos. Uno de
los más bellos nos aguardaba al terminar la sesión, cuando nos dirigíamos hacia
nuestro domicilio (allí nos esperaba otro cine que nuestros padres llamaban “ el
de las sábanas blancas”) y contemplábamos la bóveda centelleante del cielo
estrellado cadalseño con el pecho henchido de emoción. Esta euforia nos la
provocaba la sensación desconocida y placentera de haber vivido algo
irrepetible. El día no tardaba en llegar. Otra jornada más donde vivir nuestra
película que, a diferencia de las de la Plazolilla de Arriba, desconocíamos entonces que
aparecería alguna vez el FIN.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
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Este hombre me hace volver a ese tiempo tan bonito que jamás olvidaré. Gracias Carlos por recuperar aquellos tiempos...
ResponderEliminar"Lavandero"