GRITOS EN LA RINCONADA
DEL CORAZÓN
Ayer tarde llovía con ganas y yo iba pensando que puede ser
encantador si se sabe mirar. Imaginaba esas tardes soleadas cuando los días son
más largos y sales del trabajo aún con sol.
En esos atardeceres primaverales
pienso en los de ahora, en el atractivo de la lluvia, en el recogimiento, en
esas sensaciones que te inundan cuando te envuelves con las faldillas de la
mesa camilla y el brasero te da un calorcillo inigualable después de hacer
varios kilómetros con la bici por los pueblos y paisajes que rodean Cadalso o Madrid.
Sí, es una técnica
placentera que uso a menudo: mientras vivo la estación presente imagino la
futura o la pasada y ello me provoca unas satisfacciones muy especiales. Y es
que tengo la corazonada de que todo lo que nos rodea es mágico. Que basta con
agudizar nuestra capacidad de observación para comprobar como nos sobresaltan
infinidad de maravillosas sorpresas que se suceden a nuestro alrededor.
Ayer
reparé en una: Dos ciegos, hombre y mujer, en una esquina de la calle
Toledo se estaban besando con una felicidad infinita, se
miraban como si interpretaran con los ojos una colosal sinfonía que les ayudaba
a oponerse a la fuerza irracional del destino adverso y, de tanto en tanto, se
tocaban sus mejillas con las yemas temblorosas de sus dedos. Se mascaba el amor
en su esencia más pura. Teníais que haber visto la ternura que resbalaba por
sus expresiones enamoradas. A veces pienso que sólo por eso merece la pena
seguir aquí. Que yo tengo la obligación moral de captar esto, luego sentirlo
íntimamente y después contarlo sin pudor a los cuatro vientos.
En las vacaciones de Navidad
nos perdimos Paloma y yo por el valle de La Hiruela hasta dar con
una aldea nombrada La Rinconada, la
recorrimos elogiándola por su belleza. Hacía mal día por todas partes menos
allí que lucía un sol desafiante que derretía cualquier nube que osara taparle,
contrastaba con el entorno al iluminar los adornos de un árbol sombrío de Navidad que le confería al espacio una
plasticidad única. Vimos a un lugareño tomando el sol sobre una loma sentado en
una banqueta, también observamos a una pareja, en manga corta, comiendo en el
rellano de la entrada de su casa situada sobre una depresión del terreno y a
otro hombre, asomado al balcón de su vivienda suspendida en una colina que
dominaba el valle, contemplando satisfecho el paso melancólico y elegante de un
gato.
Abajo, el lugar se fundía amorosamente con el río que remansaba en el
embalse de El Burguillo. Es un
paraje que alberga un microclima ideal. Yo pasé días antes con la bici y lo fui
descubriendo según cruzábamos un arroyo que discurría libre por el campo y
entre las sombras de cientos de árboles sin poseer siquiera un cauce al uso.
Inmediatamente pensé en cómo sería la vida de aquella gente en esas noches
obscuras y desconsoladas en las que parece que nunca llega la claridad del día,
que todo se detiene indefinidamente en el cuidado, como Don Quijote, de adorar sin esperanzas a su Dulcinea. Puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar; pero
la fineza del sentir es patrimonio del campo y de la soledad, dijo
acertadamente fray Luis de León. Mi
mujer y yo conservamos su misterio y a veces, en las noches cadalseñas, cuando
oímos caer la lluvia con fuerza contra el tejado y azotar impetuoso el viento
contra las ventanas vuelvo a lo mío, a lo de siempre, y le digo a Paloma que qué sentirán los habitantes
de La Rinconada si tienen una noche parecida, que
cómo mitigarán su temerosa soledad y que, para servidor, son como actores de
una película triste que solamente se proyectará sobre la pantalla olvidada del
cine de sus vidas. Y así, hablando y acariciándola suavemente, me voy haciendo
viejo a su lado y junto a estas cosas que de tenerlas tan cerca de nuestros
sentimientos, al final hay veces que no alcanzamos a verlas.
Me gustaría tener como amigo a uno de sus
moradores para que me hiciera partícipe de sus inquietudes más conmovedoras.
Para mí la amistad es el ideal del ser
humano, aquello por lo que se debería luchar y perseguir nada más tener uso
de razón. La amistad es el resumen, el compendio de todos los grandes
sentimientos que la persona cobija. Me gusta sentir la amistad en plenitud,
tenerla muy cercana, saborearla muy mía al tiempo que recuesto mi cabeza,
relajada, sobre ella notando la imperiosa necesidad de percibirla sólida para
poderla acariciar de manera real, alegre, tangible, emotiva, desolada y
definitiva. Algo que no sea únicamente literatura, frases más o menos bonitas o
trascendentales. Vivirla entusiasmado como en aquella escena tan sobrecogedora
de la película “Bailando con Lobos”.
Esa en la que el indio amigo, sobre una colina nevada y montado en su caballo
pinto, se dirige al hombre blanco, que se va alejando parsimonioso bajo los
copos de nieve, y le grita con todas las fuerzas de su alma y de su corazón: “¡¡¡Adiós.
Eres mi amigo!!!” y el eco le devolvía la esperanza rota de su
voz. ¿Lo recordáis? La vi una tarde de
sábado, solo y relajado en casa soñando en el sofá, reposando de la etapa
ciclista y envuelto en colores y emociones de domingo juvenil enamorado. Al
ver, oír y sentir esa escena, me brotaron las lágrimas súbita y
atropelladamente mientras pensaba que de eso estamos hechos los seres humanos:
de emociones que nos enredan, nos hacen cosquillas y nos gritan junto a La Rinconada del corazón.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
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