lunes, 7 de noviembre de 2011

aquellas caballerías de antes...



valga como pequeño homenaje a

nuestras queridas caballerias....


uno de nuestros últimos Mohicanos..." Salu "


Aquellas caballerias de Antaño....

En mi particular viaje al pasado, descubro, entre las fotos descoloridas y agrietadas de mis recuerdos, a un protagonista de aquellos tiempos en el pueblo, fuera burro o burra, yegua o caballo, mula o mulo : la caballería. Indispensable para el labrador de entonces. Su número y raza marcaban la riqueza de la casa pero lo corriente era tener uno de aquellos “machos”, un mulo romo mezcla de yegua y burro, con los que crecí y del que irá el presente relato.
Parece como si fuera ayer, cuando las veía desfilar ante nuestra puerta en interminable hileras cargados de mil cachivaches y cosechas. A su grupa, caras de las que aún oigo los saludos y me traían nuevas. Aún las diviso, entre los largos caminos y empinadas cuestas de aquella serranía y a donde de críos nos mandaban a recoger sus excrementos con los que engrosar el adobe para las plantas..


Era, primero de todo, el vehículo que se movía muy bien en todos los terrenos, fueran piedras, monte, sendas y baches y al que porfiábamos por montarnos la chiquillería arrimándolo a una horma o poyete para poder subirnos. Si iba cargado y no podíamos nos cogíamos del rabo para que tirar de nosotros en la cuesta arriba. Mi primer viaje largo, fuera del pueblo, unos raticos a pie y otras montado en él, lo hice. Como anécdota de su importante papel en aquellos días les cuento que a mi padre se le dio un mulo y un cerezo a punto que tuvo que cosechar e ir a kilómetros a venderlas para sacar algo con lo que irse de viaje de novios.
En su andar lento y repiqueteo del hierro con el empedrado escuché mil historias de guerra, mili y aventuras de mis mayores. Sus vaivenes fueron la cuna para preguntarles por otros mundos y dar rienda suelta a ensoñaciones futuras.
Entre todos era al primero que se le daba de comer ;el aparejarlo resultaba todo un ritual que anunciaba la inminente salida. A la llegada al campo quedaba atado durante horas, paciente como ninguno aunque lo oyéramos relinchar barruntando cualquier cosa o haciendo hoyos. Sufridor como nadie por las muchas moscas y tábanos que le acudían. Ni frío, ni calor ni aire. A veces, hay que decirlo, se escapaba corriendo y dando soplidos sin importarle siquiera el echarte a tierra y esparcir carga y aparejos por doquier. Había que ir detrás y maldecirle. Sólo cuando se cansaba dejaba de ser rebelde y volvía al redil entre sofocos y estropicios varios. Tras la jornada nos llevaría de vuelta a casa; viaje que se aprovechaba para acarrear algo: un poco de leña, hierba para los conejos…


Pero sobre todo, era el animal de carga y ayudante indispensable y fiel en las innumerables faenas: labrar (tanto, que hasta la medida agraria tradicional eran los días de ídem); transportar mil y una cosa o trillar ( donde ni las vueltas le mareaban como sabiendo lo importante que era y eso, que para él sólo guardábamos la paja); maestro en el arrastre ( forzudos como ninguno y tan afamados como aquellos madereros de antaño); tantas y tantas arduas tareas. El saber llevarlo, labrar con él y cargarlo, era todo un arte entre nudos y mejor aguante. Ante el mucho trabajo se acudía al “apareo” que implicaba el juntarlo a otros pues sus dueños habían acordado el juntar brazos y bestias para ayudarse mutuamente ante faenas que corrían prisa.
Hasta la casa se adaptaba a él: Puerta principal de 2 hojas para poder entrar y salir cargado, cuadra con su pesebre y muchas veces escarbada en la roca de aquellas edificaciones moras; con su pajar encima, donde guardar su comida. Por él y para él también nos tocaba trabajar de lo lindo: cosechábamos una alfalfa que había que segar, secar, y almacenarla para que el señorcito tuviera algo que llevarse a la boca. Aún le veo mascándola y dando lengüetazos, de vez en cuando, a la piedra de sal que nunca , tampoco, le faltaba.
Y es que hasta las cosechas tenían su categoría y clase. Lo mejor era para la venta y sólo el “destrío” (lo que no querían, de segunda o estropeado) quedaba en la casa . Cebada y maíz del terreno para él, que el trigo y maíz americano era para sacar pesetas. Había que “sacar el estiércol” (cambiarle la cama); asearlo o lavarlo en el río ( increíble resultaba ver cómo nadaba ; llevarlo al abrevadero (se relamía si la fuente era “salobre”); o a que lo herraran. Inolvidable aquella olor a casco quemado y el oír el martilleo en el yunque arreglando las herraduras una y otra vez. Encontrar una, indica tener suerte, que viene a explicarse cuando en aquella época bien se cuidaba el amo de no perder tal tesoro y raro tenía que ser el dar con una abandonada.

Otros animales compartían espacios y vida; manso él, se dejaba, pero en ocasiones con un par de coces o el intentar morder, venía a reclamar que era el rey de los animales en la casa. Varias caras, tipos y nombres acuden a mi recuerdo, entre voces de mando y onomatopeyas varias: “arre, so, quieto…” Grandes en las fiestas donde el ir montados en su lomo, a lo clásico o a la grupa, era todo un rito y el cortejar a la dama. Iba engalanado y con sus mejores arneses y hasta tenían la suya propia: la fiesta de San Antón .con sus carreras e intentar ganar la “Toya” Por encima de cucañas, circos y feriantes sus éxitos o fracasos corrían de boca en boca. Laureles para sus amos que hinchaban el porte y él que se relamía con su ración doble. La mejor calle del pueblo aún se conoce por la Carrera; es la sabiduría popular que gana una y otra vez a las placas de turno oficiales y no digamos las escaleras que aún existen en sus cuestas hechas, inventadas a fin de que no se resbalasen.
Si enfermaba era todo un drama. Había que recurrir a potingues y cremas o llamar al curandero. Ojo con las patas, verdadero talón de Aquiles, o terminaría malvendido para carne por cuatro reales. Si moría, era todo un drama con desfile de pésames como si de un entierro se tratara, hasta el Muladar, lugar maldito en los sueños de mi infancia.




¿Y qué decirles de sus aparejos y trastos que hoy están en algún rincón olvidado o que algún amante de lo rural expone? Son un gran número de vocablos locales ya en desuso: “serón, albarda, baras, cabezá, cincha, orejeras, alportaderas, samugas, baras…” No cabe tampoco olvidar a los ilustres artesanos y personajes : Guarnicionero, albardero, seronero, herrero, arriero, tratante..
Los tractores fueron, en silencio, librándoles de las grandes tareas, al tiempo que lo postergaban. Aparecieron los primeros motocultores que ruidosos y quejosos como una mula, a más de uno también desmontaban. El sabio pueblo, con justo merecimiento, vino a nombrarles “mulas mecánicas”. El campo se mecanizaba. Se habían hecho viejos hombres y caballerías pero aún iban y venían en espera de que les jubilaran. Uno de aquellos trastos mecánicos acabó, por accidente, con nuestro macho ¡Seguro que en la gloria, aún hará los caminos junto a mi difunto padre! Vaya por ellos, en justo homenaje, estas palabras.

Francisco Torralba Lopez



de Cosas de antaño...

1 comentario:

  1. precioso relato,me resulta familia.Mis abuelos hacían las albardas,las colleras y los aparejos para las caballerías.El tio Blas campano y la Felipa la albardera.Paquitopirata.

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