martes, 17 de agosto de 2010

Relatos ...



el espantapájaros de soledades...


Este no era un espantapájaros común, no ahuyentaba solo a las aves, él podía con más. No lo sabía, pero él podía ser mucho más que una sombra reflejada en los campos.

Tenía los ojos tristes, esos sus ojos, con la mirada perdida hacia el horizonte, viendo todo y nada a la vez. Parecía como si desconociera su propia soledad y cuando la luna altiva se posaba inalcanzable sobre el lago, él esbozaba una sonrisa y miraba al cielo, como si recordara otras vidas.

Este no era un espantapájaros común. No, de ninguna manera. Este tenía un traje remendado de tristeza, una piel de paja dorada por el sol y unos brazos siempre abiertos al infinito, como si esperaran un regreso.

Yo siempre lo vi de lejos, me provocaba una tremenda melancolía y no había un solo día en el que no lo observara. Me lo sabía de memoria, tenía un pie más largo que otro y a las seis de la tarde, su sombra lo dibujaba como un eco que hacía que lo viéramos doble, a mi me gustaba imaginar que era ese momento en el que el espantapájaros se sentía menos solo. Ya para las nueve, cuando su sombra se había marchado, bajaba un poquito el brazo derecho, cansado quizá de ver que otro día se le iba muriendo.

No era un espantapájaros común, tenía la nariz respingada y a veces, mientras yo trabajaba en el cobertizo, me parecía escuchar que estornudaba.

Era un solitario con vocación de compañía, eso siempre lo supe, ahuyentaba a los pájaros y cuando salían volando los observaba con melancolía y parecía que sus ojos decían "no quiero que se vayan".

Este no era un espantapájaros común, parecía tener corazón. Sí, es cierto yo misma lo escuché latir aquel día que me acerqué de puntillas, por primera vez después de tantos años, y lo que vi se me quedó grabado en la memoria eternamente, sus ojitos cerrados, su boca sin pronunciar palabra, la paja que caía sobre sus hombros, su altura -que en ese entonces era mucho más imponente que la mía- me causó una ternura que no podría explicar. Me quedé unos minutos ahí parada, viéndolo de cerca pero intempestivamente el viento movió su manos y yo corrí asustada, casi tropiezo con las piedras pero no me detuve, voltee hacia él y me observaba con esos mismos ojos que querían gritar "no quiero que se vayan".

Esa noche lloré mucho porque a mis 10 años no entendía lo que era la soledad, no sabía como era que causaba esa adicción, me dolía ver como aquél espantapájaros ahuyentaba a las aves, a las hojas, al viento, a la luna, y a mi que tanto quería hacerle compañía, nos ahuyentaba y sin embargo mi corazón tenía la sensación de que en verdad ansiaba que nos quedáramos con él. Nunca más tuve el valor de regresar, seguí observándolo de lejos, cada día, todos los días y en mis oraciones nocturnas mi petición a Dios era la misma: "que el espantapájaros ya no espante más para que no este solo". Después entendí que Dios tiene su propia manera de hacer las cosas, por eso el espantapájaros siguió solo mucho tiempo, pasaban las estaciones, y ahí seguía él, descolorido, apacible, resignado, empeñado en no caer, sacudiéndose el polvo de la ausencia y viendo cada noche las estrellas.

Este espantapájaros no era igual a otros que el mundo había conocido, tenía debajo de su deshilachado sombrero el sueño de querer, por eso a pesar de los años, sus brazos seguían abiertos al infinito. Pero el tiempo nos cayó encima como una potente granizada y un día de a poco, se le fueron cayendo las ilusiones como pequeños pedacitos de paja, la sonrisa se le desdibujó y sus ojitos no aguantaron más los acechantes rayos del sol y se cerraron cansados. Yo que lo seguía a la distancia no podía permitirlo, este espantapájaros siempre había estado solo pero nunca vencido, así que corrí como aquella primera vez, pero ahora a su encuentro, lo vi de tú a tú -mi estatura ahora me lo permitía- y lo abracé, me aferré a él. Fui yo ahora la que le susurró quedito "no quiero que te vayas". Lloré abrazada al espantapájaros y después de un rato escuché algo parecido al sonido que hacen las hojas secas cuando son pisadas, abrí los ojos, limpie mis lágrimas. No eran hojas secas, eran sus brazos despegándose del madero al que estuvieron atadas todos estos años, un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando sentí sus brazos rodeándome completa, protegiéndome con un abrazo.

No pude contenerme y lloré como esa niña asustada que corrió a casa. Él me observó con esa mirada tierna y lo oí decirme: "yo nunca me he marchado, aunque he podido hacerlo, mis brazos nunca estuvieron atados, pero quería tenerlos así para estar listo cuando tú estuvieras lista. No soy solo un espantapájaros, soy tu espantapájaros de soledades, porque todo este tiempo he sido el reflejo de tu propia soledad, de tus noches de vacío. No eres tú quien ha llegado a mi, soy yo quien nunca se ha ido de ti"

Este no era un espantapájaros común, no ahuyentaba solo a las aves, él podía con más.

Él ahuyentaba pasados y soledades....

Publicado por Libia Dennise

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