ya es hora de cambiar este cartel por el del cincuentenario de su fundación....
y como homenaje publicamos este artículo de un antiguo alumno que como muchos cadalseños... entre ellos mis hijos.. estudiaron y vivieron esa gran aventura de sus vidas en este colegio...
EL SEMINARIO DE ROZAS DE PUERTO REAL...
Tenía
10 años recién cumplidos cuando ingresé en el Seminario Menor de Rozas
de Puerto Real para cursar el primer curso de Bachillerato. El curso
escolar había empezado hacía unos días por lo que mis padres me llevaron
en coche hasta allí. Tras presentarme al sacerdote que nos recibió y
despedirme, se marcharon. Empecé entonces una nueva etapa en mi vida que
habría de prolongarse hasta tercero de bachillerato, después iría al
seminario de Alcalá de Henares y al de Madrid, en la Calle Jerte.
Recuerdo que al llegar, a media
mañana, todo el mundo estaba en clase. Me llevaron a los dormitorios y
me asignaron un pequeño cuarto, no una camarilla. Los dormitorios, cada
uno bajo una advocación de la Virgen, eran grandes salas divididas en
pequeños espacios, las camarillas. Se trataba de tabiques en forma de U
con una cortina al frente en cuyo interior había una cama y un armario.
Don Leopoldo, el sacerdote que enseñaba matemáticas, fue el primero en
saludarme y presentarse. Lo hizo tres veces en el mismo día: “Así que tú
eres el pequeño belga que se incorpora ¿no? Yo soy Leopoldo.
Bienvenido”. Era un poco despistado.
El Seminario era un inmenso
edificio situado sobre una colina rodeado de prados, bosques y montañas,
a unos cinco kilómetros del pueblo más cercano. Rozas de Puerto Real,
Navahondilla, Sotillo de la Adrada y Casillas eran los pueblos próximos a
los que nos acercábamos los miércoles cuya tarde era libre. Se trataba
de un ritual: marchar deprisa en grupos de amigos, llegar al pueblo, ir
al bar o a una tienda y comprar pipas o tomarse un vaso de casera y, en
ocasiones, una “torera” y emprender el regreso.
El edificio principal estaba
rodeado por algunas construcciones: la casa de Don Tiburcio, a la
entrada, que era una pequeña casa en la que residía un sacerdote muy
mayor que había sido administrador del Seminario, unas cocheras, un
edificio donde vivían los trabajadores, el Tío Eugenio y el Tío Eusebio
que padecía Parkingson, “los pajares” y las “cochiqueras”. El Seminario
contaba con unas instalaciones ganaderas con vacas, gallinas y cerdos
con los que se aprovisionaba en parte la cocina. Había personal de
cocina y de limpieza con el que también trabajaban las monjas, las
Hermanas de la Caridad. Recuerdo especialmente a la Sra. Concha, la
cocinera, a la Hermana Altagracia, a la Sra. Carmen y a muchas otras
cuyo nombre he olvidado, pero no sus caras, ni el trato siempre cariñoso
que me dispensaron.
Éramos más de 200 alumnos que
cursábamos 1º y 2º de bachillerato. Para todos fue una inmensa alegría
cuando el Obispo decidió que íbamos a cursar 3º también en Rozas en
lugar de pasar al Seminario de Alcalá. Contábamos con tres campos de
fútbol, una pista de baloncesto, un campo de balonmano, un frontón y una
piscina al aire libre que sólo se usaba en el último mes del curso y
aún así con una agua muy fría.
Durante
las primeras semanas fui “adoptado” por los de 2º con quienes pasaba la
mayor parte de los recreos. Después tuve mi pandilla, mis amigos: Saúl,
Manolo Ortega, Queco y Jesús Ortega principalmente. Juntos pasábamos la
mayor parte de las tardes. Nuestro lugar favorito eran “las cataratas”.
Un rincón del arroyo situado junto a una chopera camino del monte por
excelencia de la zona, “el Pelado”.
Nos despertaban por la mañana
con música: “Bendita sea la luz del día…” era la estrofa inicial de una
de las canciones. Mozart, Beethoven, los arreglos de Waldo de los Ríos o
María Ostiz eran nuestros 40 principales matutinos. Tras asearnos y
hacer la cama (había que deshacerla entera y volverla a hacer) había que
bajar y pasar la inspección de los zapatos limpios. Estaba prohibido
bajar a la planta baja por el último tramo de la escalera principal.
Había que dar un rodeo y bajar por la escalera del campanario.
El desayuno podía ser, en pleno
invierno, una incógnita pues en más de una ocasión la nieve impedía
llegar al panadero. De todos modos, invariablemente, se empezaba a
desayunar tostadas de pan del día anterior seguido de pan del día.
Por
las mañanas clases. Por las tardes dos largos recreos interrumpidos por
una hora de clase y por la merienda. Al anochecer, estudio en una gran
sala donde teníamos nuestros pupitres y vigilados por alguno de los
sacerdotes. Misa voluntaria en medio del estudio. Después la cena, algo
de tiempo libre que mis amigos y yo aprovechábamos muchas veces para ir
con linternas a las cochiqueras para ver nidos de golondrinas y, sobre
todo, porque estaba prohibido y era una aventura hacerlo. Paso por la
Capilla y a la cama. En 1º, ducharse era una aventura. Las duchas,
situadas en el sótano, no contaban que llaves individuales para regular
la temperatura del agua. El tío Eugenio, un hombre muy mayor, estaba
encargado de regular la temperatura con dos llaves principales. Los
gritos se sucedían: “más caliente”, “más fría”, así hasta alcanzar una
temperatura aceptable.
En 2º se organizó un Grupo Scout
y fuimos encuadrados en patrullas. Cada Patrulla disponía de un pequeño
habitáculo en el pajar y de una pequeña parcela en el bosque, junto al
arroyo, en la que construimos cabañas. El día que le tocaba de
“servicio” a tu Patrulla, nos ocupábamos de vigilar la limpieza de
zapatos, de que todo el mundo saliera al recreo en chándal, de tocar la
campana para señalar el fin de las clases, de tocar la sirena y de hacer
un mural informativo.
Jugar
al frontón, a la “bigarda”, al clavo, recorrer aquellos montes, los
bosques de pinos, seguir el curso del arroyo, cazar grillos, renacuajos,
culebras, recoger castañas y níscalos en otoño, espárragos trigueros en
primavera, plantas aromáticas, hacer carreras con barcas de corcho por
las acequias eran actividades con las que disfrutaba constantemente.
Rozas de Puerto Real, el
Seminario, fue mucho más que un colegio. La gran familia de la alegría
rezaba una pintada en el frontón. Y para mi lo fue. Es cierto que los
domingos por la tarde me costaba y entristecía dejar mi casa para volver
al seminario. Cogíamos el autobús a las 8 en las Vistillas, en Madrid y
llegábamos casi a las 11 a Rozas donde nos esperaba un vaso de leche
con galletas. Me costaba el trayecto. Me entristecía. Pero aquellos
religiosos y seglares que nos cuidaban, enseñaban y educaban hacían del
Seminario algo muy parecido a una familia. Don Francisco, el Rector, D.
Eduardo, D. Tomás, D. Fermín, D. Carlos, La “Seño”, D. Vicente, D.
Antolín, D. Manuel, D. Javier y tantos otros fueron más que simples
profesores. Fueron formadores y nos transmitieron valores que en mayor o
menor medida calaron en nuestras vidas. Para todos ellos no puedo tener
más que palabras de cariño y de profundo agradecimiento. Tuve mucha
suerte por haberles conocido. Tuve mucha suerte por haber estado en el
Seminario de Rozas. Fueron siempre un testimonio de esa Iglesia
comprometida y que desgraciadamente nunca es noticia. Siempre les he
tenido y les tendré presentes.
Santiago de Munck Loyola
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fotos de la época...
desde aquí deseamos cumpla al menos otros cincuenta...
FELICIDADES
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Muy oportuno el Post, Carlos, y entrañable y plagado de recuerdos, comunes a todos aquellos que hemos estado internos en colegios, el artículo de Santiago de Munck Loyola. Leyéndol, me ha venido a la memoria la tarde que conocí el Seminario, un sábado soleado de la mano del Don Jesús García Camón, y del impacto y deseos de incorporarme a el que provocó en mi alma de niño, aquellas habitaciones, aquel comedor y, sobre todo, aquellas magníficas instalaciones de- portivas: campo de futbol, baloncesto, balonmano, piscina...., un sueño en aquellos años. Ahí se han formado muchos amigos y muchos paisanos y siempre, sin fallar ni una, cuando paso cerca en la bicicleta, mis ojos lo miran con nostalgia siempre y emocionado en ocasiones. Que perdure muchos años su magnífica labor.
ResponderEliminarGracias Carlos por el recuerdo y sigue con tu magnífico Blog.
Un abrazo. Balta
Extraordinario y evocador relato. Primorosamente redactado. De manera amorosa nos hace querer, anhelar, desear... aquello que tan rápido se nos fue y que sólo perdura en el recuerdo y en el corazón. Felicidades Santiago.
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