SE VA JOSÉ DE LA ARADA
HERNÁNDEZ
Llegó observador, tímido y tranquilo. Recuerdo su mirada noble y
melancólica. Se sentó a mi lado silencioso y agachó la vista mirando el móvil.
Algo desconocido me dijo de él que íbamos a sintonizar. En ocasiones le contaba
sucedidos de este perturbador Ministerio de Exteriores y abría mucho los ojos
escuchándome sorprendido. “Ya irás
comprobando todo lo que te digo con el paso del tiempo.” Una mañana pasó Pepe a saludarle y le animó: “Si tienes que arreglar tus cosas dedícate a
ello, más adelante iremos viendo.” Estuvimos un rato hablando los tres y eso
le agradó. Era verano y el sol invadía el despacho. Bajé el toldo y la luz
tamizó de naranja la estancia. Su expresión agradeció el cambio.
Después dialogamos mucho y comprobamos que el paisanaje
castellano nos hermanaba, que la complicidad de los años estrechaba nuestra
relación. Hablamos bien por la espalda el uno del otro y nadie osó jamás acercarse
por separado a dejarnos caer alguna maledicencia. Los mediodías nos tomábamos
un chocolatito y como también tenemos un sentido del humor similar, alegrábamos
la espera con metáforas: Comparábamos el esperpento de la actual exEspaña con
las historietas disparatadas que se nos ocurrían para satisfacción mutua y la
de Sofía, que nos obsequiaba con su fino ingenio y su cercana amistad. Por ella
supimos que las sonrisas son valiosas.
Generamos un compañerismo de apetencia razonable, sin
pretensiones disparatadas. Lo evidente no se exagera, se vive con agrado y se
disfruta con moderación. Cuando alguien bueno se va, le echo de menos. Todos
los compañeros que me encontré al llegar ya se jubilaron. Me quedé aislado y
pobre, endeudado conmigo mismo, como dijo el poeta Horacio. Por eso, cuando
llegó José de la Arada tuve la sensación, abrigué la esperanza, de que uno de
ellos se había arrepentido y regresaba para pagar mi deuda y acompañarme hasta
el final.
Vuelvo a quedarme solo. Como esa barca que aparece
solitaria y varada en la playa. Pasas un día y la ves moviéndose al ritmo que
le marcan las olas más pequeñas y mansas. Retornas tiempo después y reparas que
sigue allí: encallada en su zozobra, desbaratada por el empuje del desamparo y
la emoción. Y entonces imaginas que quizá forme parte de los restos de un gran naufragio,
que alguien la olvidó adrede para recordar a la gente como nosotros. Y es que
somos los restos emocionados del naufragio de nuestra vida. De todas las vidas
nobles hundidas somos sus náufragos.
Él, a Caracas se va. Yo, en Cadalso me quedo. Y a ambos
nos seguirán alimentando esas nostalgias, esos recuerdos que nunca se lleva el
tiempo.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
Amigo Miguel, excelente el retrato que haces de José de la Arada. Yo coincidí poco tiempo con él y traté menos aún. Sin duda es un buen tipo a juzgar por los comentarios que de él me has/habéis hecho personas de cuyo criterio me fío. Seguro que tus palabras serán una parte muy importante del equipaje que se lleve a Caracas. Ojalá tenga suerte allá en ultramar (en Caracas la va a necesitar) y no le perdáis la pista los que habéis tenido un trato más estrecho con él.
ResponderEliminarUn abrazo.
Luis Carlos
¡Cómo se le va a echar de menos! Qué buen carácter, qué paciencia y que gran apoyo es Jose de la Arada.
ResponderEliminarMe encanta lo que le dices. Te vacías en el texto. Es muy valiente. Y eso me encanta de ti.
Sofía
Hola Miguel.
ResponderEliminarMe parece muy profundo, emotivo y rebosante de amistad.
Un abrazo.
Claudio
Es para mi un gran orgullo poder leer estas despedidas tan bonitas y reales qué escribes a tus compañeros. No dejes nunca de escribir.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte de tu humilde lector y amigo de Valencia.
Rafa
Es para impresionar, que el trato diario en un ámbito tan poco propenso a la intimidad como el laboral pueda dejar huella tan profunda en algunas sensibilidades.. hay que ser muy especial.. Miguel lo es.
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