INVASIÓN DE PARAGUAS Y SETAS SOBRE LA CIUDAD
Existe un raro placer en observar paciente los días de lluvia desde la
ventana, con los cristales empañados por el calor reinante en la estancia que
ocupas y oyendo las caricias del crepitar del agua sobre el tejado y los
latidos melancólicos del corazón.
No obstante, si el día lluvioso acontece en la ciudad y a uno se le ocurre bajar a la calle para empaparse de agua y de vida, entonces observarás con desconsolada irritación como ese encanto salta hecho pedazos por mor de la dictadura paraguil.
Tropezarás con miles de personas desaforadas y nerviosas, cuan endriagos quijotescos, surcando calles que no van a ninguna parte y al grito de: “¡Mi reino por un paraguas!”, arrasan inmisericordes con sus pertrechos paragueros y a paraguazo limpio con todo lo que encuentran a su paso (incluidas personas inocentes y poetas ensimismados) sin piedad ni miramiento alguno. Paraguas de dimensiones descomunales con colores intimidatorios y sistemas retardados de aperturas homicidas.
Utensilios éstos que se te introducen en el pabellón auditivo externo, en la membrana pituitaria del apéndice nasal, en las papilas gustativas del paladar, en los ojos de ver o, si te descuidas, según los sacuden o los sujetan del indómito ventarrón, en el valioso aparato disfrutador (“¿disfrutas, cariño..?”). Toman al asalto autobuses y estaciones de metro e invaden las aceras más protegidas mandando a los sin-paraguas a la cruel intemperie de la calzada, mientras con aire arrogante de perdonavidas te miran blandiendo desafiantes el arrojadizo adminículo señalando directo a tu cabeza: “Te daba así...”
No obstante, si el día lluvioso acontece en la ciudad y a uno se le ocurre bajar a la calle para empaparse de agua y de vida, entonces observarás con desconsolada irritación como ese encanto salta hecho pedazos por mor de la dictadura paraguil.
Tropezarás con miles de personas desaforadas y nerviosas, cuan endriagos quijotescos, surcando calles que no van a ninguna parte y al grito de: “¡Mi reino por un paraguas!”, arrasan inmisericordes con sus pertrechos paragueros y a paraguazo limpio con todo lo que encuentran a su paso (incluidas personas inocentes y poetas ensimismados) sin piedad ni miramiento alguno. Paraguas de dimensiones descomunales con colores intimidatorios y sistemas retardados de aperturas homicidas.
Utensilios éstos que se te introducen en el pabellón auditivo externo, en la membrana pituitaria del apéndice nasal, en las papilas gustativas del paladar, en los ojos de ver o, si te descuidas, según los sacuden o los sujetan del indómito ventarrón, en el valioso aparato disfrutador (“¿disfrutas, cariño..?”). Toman al asalto autobuses y estaciones de metro e invaden las aceras más protegidas mandando a los sin-paraguas a la cruel intemperie de la calzada, mientras con aire arrogante de perdonavidas te miran blandiendo desafiantes el arrojadizo adminículo señalando directo a tu cabeza: “Te daba así...”
Es extraño esto de la lluvia. En época de sequía la
gente está compungida, dominada por el temor a los hipotéticos cortes de agua y
el fin de la Naturaleza
y la vida. Es entonces cuando los diferentes países que componen lo que antes
conocíamos como España, se disputan acaloradamente el escaso líquido elemento.
Y cosa digna de observar es como se arrojan reproches a la cara así procedieran
de una potente manguera que en vez de agua escupiera improperios. Todo el mundo
clama, se rasga las vestiduras, se mesa los cabellos y extiende los brazos al
cielo implorando a no sé qué género de sortilegios o milagros en forma de
lluvia que palien lo precario de la atmósfera y sus estados anímicos próximos a
la esquizofrenia de atar. Ya más tranquilos, se me antoja que un riguroso
estudio sociológico confeccionado por sesudos sociólogos no estaría de más en
este tema.
En cambio hete aquí que cuando llegan las lluvias vemos con espanto
que no estábamos preparados para ellas; que las casas se llenan de goteras, las
urbanizaciones se anegan, los ríos se desbordan provocando desastres que la
sequía, mucho más prudente y sosegada, jamás originaría y los pantanos acaban,
al fin, desaguando miles de metros cúbicos de agua por segundo para evitar
riadas que sumirían zonas enteras en la desgracia. Se olvidan en esas ocasiones
de acometer las obras pendientes de esos trasvases que hace sólo unos días
resultaban ineludibles realizar y que ahora nadie recuerda pero que si se
hicieran en temporadas lluviosas no provocarían encono, más bien parabienes,
entre los distintos jerarcas que dominan con verbo sofista sus respectivos
países; éstos, antiguamente, repito, comprendidos dentro de España. Humilde
nombre tocado con eñe y que a muchos
provoca sonrojo, tartamudeo y visible malestar.
Retorno al principio. Creo que infinitamente peor que lo anteriormente
descrito es la invasión de la ciudad por seres con pinta de setas de colores
que sin recato ni pudor la pasan por las armas paragueras. Son los mismos que no ha mucho elevaban los brazos
implorando unas gotas de agua que lavaran y aliviaran sus conciencias y que hoy
se hallan ya redimidos de sus angustias.
¿Tan dañina resulta el agua cayendo hacia abajo en ex-España? ¿No habría
forma de consensuar una de esas Leyes que nadie cumple, aunque al menos a su
abrigo nos permiten el socorrido derecho al pataleo, para proteger a los parias
desamparados llamados sin-paraguas? ¿Podría
subvencionarse generosamente, en cumplimiento de la mencionada Ley, a todo
aquél que no porte paraguas y multar ejemplarmente a quienes lo lleven sin
cumplir unas mínimas reglas de convivencia? Si esto no es posible me malicio
que no tendremos más remedio que invocar a San Isidro para que nos deje como
estábamos: Secos pertinaces y sin paraguas. Amén.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
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