(A Paloma, mi mujer y mi refugio)
UN PAISAJE
En ese lugar se hace muy sonoro
el canto de los pájaros, el rumor del agua espejeando en el arroyo y el ruido
del viento bateando las ramas de los pinos de las que penden gotas de rocío que
tintinean prolongándose sobre si mismas, resistiéndose a caer para no
derretirse al azar, como si buscaran aferrarse anhelantes a una existencia que
se les va en un suspiro dulce que las hiere de muerte. Algunas se posan sobre
mi rostro, su contacto es fresco, lleno de vida; van deslizándose por la
mejilla hasta llegar a mis labios donde degusto un sabor que contiene tu
recuerdo.
Allí
mismo de niños jugábamos al escondite y nuestro ejército tenía montado su
campamento rodeado de piedras que por efecto de la escarcha aparecían
resbaladizas y dificultaban nuestras escaladas al anochecer. En las noches
serenas y claras del verano, cuando miles de estrellas se disputaban un hueco
en nuestros ojos, aprovechábamos para buscar luciérnagas.
En otoño, entre pinos, jaras y retamas brotan los níscalos y entonces es raro el día que en esa soledad no te encuentras a alguien rastreándolos.
Del invierno recuerdo un día nevado y con sol incomparable en que mi madre me mandó a buscar a mi padre y mi hermano Nati para comer.
Los encontré detrás de una piedra cazando jilgueros con “liga” que fabricaban con las suelas de goma de los zapatos. Al verlos, sus caras, sobre todo la de mi padre, se quedaron petrificadas en mi mente ya para siempre. Recuerdo la sonrisa de felicidad de mi hermano, a la sazón contaría seis años, por compartir aquellos momentos inolvidables con su progenitor. Por ese sitio, contaba mi abuela las noches de invierno junto a la lumbre, venían los Reyes Magos. Todos los anocheceres del cinco de enero iba yo ilusionado con mi bufandita tapándome hasta los ojos a comprobar si en la lejanía ya se les divisaba. Amábamos la primavera de esa zona porque con ella comenzaban a cristalizar algunos sueños invernales.
En otoño, entre pinos, jaras y retamas brotan los níscalos y entonces es raro el día que en esa soledad no te encuentras a alguien rastreándolos.
Del invierno recuerdo un día nevado y con sol incomparable en que mi madre me mandó a buscar a mi padre y mi hermano Nati para comer.
Los encontré detrás de una piedra cazando jilgueros con “liga” que fabricaban con las suelas de goma de los zapatos. Al verlos, sus caras, sobre todo la de mi padre, se quedaron petrificadas en mi mente ya para siempre. Recuerdo la sonrisa de felicidad de mi hermano, a la sazón contaría seis años, por compartir aquellos momentos inolvidables con su progenitor. Por ese sitio, contaba mi abuela las noches de invierno junto a la lumbre, venían los Reyes Magos. Todos los anocheceres del cinco de enero iba yo ilusionado con mi bufandita tapándome hasta los ojos a comprobar si en la lejanía ya se les divisaba. Amábamos la primavera de esa zona porque con ella comenzaban a cristalizar algunos sueños invernales.
Era
mi paraje más frecuentado, estaba muy cerca de la casa de mis abuelos con
quienes vivía. Pasados los años (pasa todo tan deprisa...) acabé comprando mi
casa justo al lado. Muchos días encaramado en lo alto de una piedra observo
todo el valle, su inmensa placidez, su encanto infantil. Aparecen entonces las
miles de ilusiones que el tiempo, absurdo e infalible él, se encargó de
etiquetar como irrealizables. Me percato en esos momentos que las convicciones
que llevo grabadas en el alma son las que configuran mi auténtica manera de ser
que salen a tomar el aire en días en los que apetece querer, recibir mensajes
cariñosos, acoger frases dulces y corresponder a todo ello con caricias que
hagan perenne mi amor en tu recuerdo.
A ese espacio impregnado de bondad acudo
frecuentemente a hacerme el encontradizo conmigo mismo; busco frutos hurtados
de mi huerto y paisajes humanos que la vida me arrebata. Afortunadamente
siempre queda tu refugio en el que cobijas éstas mis pequeñas cosas para que yo
nunca reniegue de el.
Miguel MORENO GONZÁLEZ
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