nos envían una carta:
A veces, cuando llueve…
A veces, cuando llueve, se sienta frente a la ventana a observar cómo las
gotas golpean contra el vidrio y resbalan, dejando tras de sí dibujos sin
forma. Tal vez sean unos minutos los que dedica a esa actividad, o tal vez sean
unas horas. El tiempo no importa. Pero esas gotas, en realidad, tampoco
importan. Es la paz lo que lo mueve a hacer eso. La paz que le transmite la
lluvia, el agua en su expresión más natural. Ese mensaje húmedo de que la vida
se renueva, se transforma y, sin importar lo crudo de la tormenta, en algún
momento es seguro que la luz del sol volverá a verse.
El tiempo no es
una excusa válida para él, pero no puede evitar sentir que ya dejó ir
demasiado. Por eso es que la lluvia mas le recuerda esa segunda gran oportunidad que
espera, como el sol atrapado entre las nubes, aparecerse en su camino.
Una segunda, una tercera, no importa cuántas, nunca es tarde para volver
a empezar, se repite mientras la lluvia mengua y la tormenta se disipa para
dejar paso a la luz solar. Pero aún no comprende que aquella rutina que lo
atrapa no es casual sino resultado directo de sus propias acciones. No es como
una enfermedad, que llega de repente y sin que nadie la espere, y nos acorrala
y oprime hasta que encontramos el remedio o perecemos. No. Es más bien un
flagelo que nosotros mismos incorporamos a nuestro sistema y al que nos
aferramos con fuerza, como un alpinista a la soga que lo sostiene, por puro
miedo a caer en un abismo que nos es desconocido.
Aferrarse, es una de las actividades preferidas de cualquier ser humano.
Nos aferramos a cosas tan diversas como numerosas. Nos aferramos por tantos
motivos: miedo, amor, esperanza, desesperanza, odio, voluntad, perseverancia,
moral, desesperación, infinitos en realidad. Lo más desalentador es que en la
mayoría de los casos ni siquiera somos conscientes de ello.
Él tampoco. No lo
sabe aún. Tal vez nunca lo sepa. Pero espera. Con la actitud del que ha lanzado
el anzuelo bien por la recompensa del río. No sabe cuánto tiempo le tomará; en
realidad no importa, espera. Y mientras sigue con su rutina, rezando por dentro
cada día, cada hora, por no ser una sombra más de las que lo frecuentan a
diario. Sin notar aun cuánto, en su actitud pasiva y resignada, de sombra
tiene.
Ahora está lloviendo. Acerca la
silla a la ventana, y en silencio, observa cómo
las gotas golpean el vidrio y resbalan dejando tras de sí dibujos sin forma. Será
como el rastro de la lluvia. O tal vez como el sol que resurge.
Las gotas no
importan. El tiempo, en realidad, tampoco.
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ver aguas y paraguas:
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