En mi casa, cuando yo era chica, aparte de mis padres, mis hermanos, mi
primo, mi abuela y yo, vivía con nosotros una pariente (o, por lo menos,
la considerábamos tan parte de la familia como cualquiera de nosotros).
Esta se ponía a hablar de todo lo que se le ocurriera apenas nos
levantábamos, nos acompañaba en desayunos, almuerzos y cenas, y no
paraba hasta que el último de nosotros se acostara por la noche. Lo
curioso es que, en vez de considerarla una plasta insufrible, todos la
amábamos con lealtad.
Esa pariente, omnipresente y locuaz, era La Radio.
La amaba mi padre que oía todos los partidos de fútbol que aquel Matías
Prats contaba con un apasionamiento tal que mi padre, tan comedido
normalmente, se dejaba llevar, se levantaba de la silla y gritaba el
¡gooooool! al alimón con él.
La amaba mi madre, que escuchaba los seriales lacrimógenos de Sautier
Casaseca (¡unos dramones, oiga!), los consejos de Elena Francis y las
noticias que salían profusamente del aparato (nunca se rompió, que yo
recuerde), instalado en el cuarto de costura pero cuya voz llegaba a
cualquier rincón de la casa.
La amaba mi abuela, que atendía religiosamente al angelus y la misa de
los domingos, pero también a la retransmisión de loterías y premios de
los ciegos.
La amábamos los niños que nos entusiasmábamos con el Tío Pepote y su
envío de caramelos a través de las ondas, un milagro semanal que ninguno
fue capaz de analizar ni de cuestionar; con el cuento de la 1, cita obligada al volver del colegio al mediodía; y, sobre todo, con los anuncios, que nos sabíamos de memoria ("Si lo toma el futbolista, se hace dueño de la pista; y, si es el boxeador, ¡pom, pom!, golpea que es un primor...", cantábamos con el del Cola Cao).
Y la amaba yo que, ya de jovencita, no me perdía los programas desternillantes de El Zorro ("Yo soy el Zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos..."); ni
"El buen teatro en su hogar", que me acercó al "Romeo y Julieta" de
Shakespeare, a "Dulce pájaro de juventud" de Tennessee Williams, al
"Diez negritos" dramatizado de Agatha Christie y a tantas obras de
teatro (¿por qué no se reponen? Eran grandiosas); ni me perdía, sobre
todo, "La ronda", que nos llenaba de emoción a todas las de mi
generación por si alguien especial le pedía a la estudiantina que nos
viniera a rondar.
La Radio era la dueña absoluta de la casa, el Oráculo, la que nos
comunicaba con nuestro mundo y el Mundo. Y ni siquiera, cuando en los
años 60 apareció la tele, la relegamos al cuarto de los trastos. Todo lo
contrario, supo convivir con dignidad al lado de la usurpadora, y, por
lo menos en la casa de mis padres, siguió, dale que te pego, alegando de
la mañana a la noche.
Hoy en mi casa no es así porque, aunque Elvira Lindo diga: "¿Qué clase de hogar es ese en el que no hay un aparato de radio en la cocina?",
a mí me gusta el silencio. Pero sigue acompañándome cuando camino por
las mañanas, cuando conduzco o cuando pasa algo especial, y mi marido no
hay noche en que no se ponga a oír su programa de jazz.
Esta semana, sin embargo, la Radio ha vuelto a ser protagonista en casa
porque me han hecho una entrevista, ¡a mí!, a propósito de este Blog de
una Jubilada. Fue en un programa de la Cadena SER en Canarias -Hoy por
Hoy Tenerife, en la sección SER 3.0- que llevan Begoña Ávila y Juan
Carlos Castañeda. Por primera vez yo fui parte de esa pariente amada que
se mete en todos los hogares a contarles su vida. Me sentí como Jesulín
cuando decía que España es como un toro, como Lola Flores hablando de
su arte o como García Márquez presentando "Cien años de soledad".
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