domingo, 3 de junio de 2018

Lo que nos contaron ...



Las caras de misterio que ponían los adultos al contarnos cualquier cosa, eran directamente proporcionales a las caras de asombro que poníamos los más pequeños al escuchar; había una perfecta armonía entre el contador y el oyente. Esto ocurría, claro está, en un entorno donde la palabra, y la historia contada cara a cara, aún gozaban de una magia ya perdida... Nos hablaban en voz baja, en un tono misterioso y alcahuetero, que no podía por menos que captar nuestra atención, suscitando en nosotros una perfecta mezcla de temor y admiración.




Los cuentos que nos contaban los ancianos, no eran los cuentos recurrentes de Andersen o Perrault (a los que en modo alguno conocían), sino más bien relatos que formaban parte de un acervo cultural propio, rayano en lo más atávico y campestre, adquirido a su vez de la mano de sus antepasados directos. Eran narraciones siempre con muchos lobos de por medio y otros miedos enraizados en lo más arcano y profundo de la tierra extremeña.




Aquellos cronistas de nuestros años lejanos, pocas veces comenzaban sus cuentos con el clásico "érase una vez", ya tan manido; ellos usaban frases introductorias más propias de las hablas locales de aquellas aldeas nuestras: "Me acuerdu una vez, cuandu era chicu, que me contaba mi padri..., no sé si será verdah, peru a él se lo contó su agüela...” "Éhtu que voy a contáruh, dicin que pasó una veh jaci ya múchuh áñuh, cuandu ehtaba un muchachu solu en el monti guardandu el ganau...”



La tradición oral, a falta de tecnología (bendita tradición oral), se abría paso con la simple y a la vez insuperable presencia humana. La transmisión de boca a oído, de mirada a mirada, con olores y sonidos propios del lugar, se tornaba en un mensaje claramente tridimensional y organoléptico, muy por encima de todos los malditos “gibabytes” del mundo digital que nos rodea... Esta tradición oral fue brutalmente aniquilada con la llegada del modernismo, sí, pero a nosotros, los niños de entonces, nos dejó una huella imborrable, y nos permitió ser privilegiados testigos de los últimos coletazos de aquella antigua y hermosa cultura de la palabra.



Los adultos nos contaban cosas en los ratos de asueto de las matanzas..., en el fresco..., en los poyos al atardecer..., en los recesos dominicales, sentados en cualquier piedra que hacía las veces de poyo..., o en las mesas camillas los días de lluvia y frío…, al fuego de las chimeneas, o quizá en los trayectos campestres, donde los abuelos desplegaban, como una vieja acordeón, su memoria inagotable, bajo el marco incomparable de una dehesa extremeña, o alguna empinada cuesta de tierra con la imponente vista del río Alagón al fondo.



Había personas mayores conocidas por su habilidad para entretener a los niños, habilidad que en gran medida consistía tan sólo en importantes dosis de paciencia y dedicación, que era lo único que los más pequeños demandábamos de aquellos adultos, en su mayoría serios, ásperos, e inmersos en las distintas cuitas que nosotros ignorábamos desde nuestra irresponsable atalaya de fantasía, quizá como un mecanismo de defensa infantil.



Eran habituales los cuentos de niños pobres, padres pobres, ancianos andrajosos, mendigos…, y todas las calamidades del mundo mundial que se mimetizaban a la perfección con el entorno rural propio, más cercano a las carencias que a las sobras... Era como sí, en el mundo de lo irreal, más que desear una válvula de escape en algún sujeto triunfante, buscásemos más bien alivio en el famoso consuelo de tontos...



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
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