martes, 11 de mayo de 2010

Cuentaté un cuento...


El viejo desván del abuelo...


Mi abuelo tiene una casa muy grande, con tres plantas, una cochera y un desván.
La entrada es muy grande, pues por ella entran carruajes con sus caballos y todo.
En la planta baja viven dos hijos con sus familias, de una de las cuales formo yo parte.
En la alta, los abuelos, a los cuales visito a diario, para jugar con mi querido abuelo Pedro, a las damas y al parchis. Casi se me olvida decir que me llamo Juan y que tengo diez años.
Todos me llaman Juanito “piernas largas”. Tengo tres primos, pero uno, que le llamamos todos “Cochero”, pero que su nombre real es José, tiene dos años más que yo y también juega con el abuelo y conmigo todas las tardes, mientras la abuela prepara la cena.
El desván está justo encima de dónde ellos viven, y según mi abuelo, en él han metido durante años todo lo que se queda viejo, inservible o no vale nada, pero que les da pena tirar tanto a él como a sus hijos.
Yo he visto subir dos lámparas, un arcón lleno de ropas antiguas, una escultura que hizo mi tío hace años, dos cuadros muy grandes y muchas cosas más.
Mi primo, dice, para asustarme, que en el desván viven fantasmas de nuestros antepasados, que vagan en busca de niños para convertirse de nuevo en seres vivos, al arrancarles el corazón. Yo sé que eso es mentira, cuando quiera subiré al desván para ver si hay algo interesante para jugar.

- Juanito, otra vez me has comido la dama- dice mi abuelo Pedro
- Es que gracias a tus enseñanzas, me estoy haciendo un maestro.
- Bueno, como sube tu primo, vamos a jugar todos al parchis. ¡Adriana! Trae a los niños unas mantecadas, que no han merendado.
El abuelo siempre tan solicito con nosotros, pero no se entera que preferimos chorizo, salchichón y chocolate, antes que las grandes mantecadas que hace la abuela, que desde luego son buenísimas.

Esa tarde, según salimos por la puerta, le digo a José:

- ¿Por qué no subimos al desván a ver lo que hay? Yo no tengo miedo.
- ¡Vale! La llave está puesta en la cerradura. El abuelo no la quita nunca.
Subimos sigilosos, en un momento estamos junto a la puerta, que es pequeña, pero muy fuerte, de madera, tiene una llave enorme que hay que girar para que se abra sobre las bisagras.
Mi primo gira la llave y entramos. Encendemos la luz, que es una bombilla pelada, en el techo, además aún entra algo de claridad de la tarde y vemos bien.
Lo primero que vemos es una gran telaraña que cuelga del ventanuco que hay en lo alto y que tiene un cristal de color pergamino, no sé si por los años o por los sucio. A la derecha unas estanterías metálicas en las que se apilan libros viejos, lámparas antiguas, cacharros de metal, de los que tenían antes para calentar al fuego de las chimeneas las comidas.

Un poco más allá dos esculturas de mármol, que una me parece la que tengo en un libro del Colegio.
- José, ¿es la estatua de Julio César?
- ¡Tonto!, es una imitación, que mi padre ha ido a Bellas Artes y de trabajo le ponían a hacer copias.
- ¡Ah, ya!

A la izquierda hay dos cuadros enormes, que están tapados por unas sábanas que fueron blancas hace años. Al destapar la primera, un trueno enorme casi nos deja sordos. La luz eléctrica desaparece, por el ventanuco se oye la fuerza de la lluvia y lo peor de todo, mi primo presa del pánico sale corriendo por la puerta cerrándola tras de sí.

Yo intento abrir pero no puedo. Entre el fragor de la tormenta y el grosor de paredes y puerta, me parece que hasta que el tonto del “Cochero” no se acuerde que me dejó aquí solo, no salgo.
Mejor seguir mirando los cuadros. Enciendo una linterna, que había cogido al entrar, que mi primo no vio y descorro el primer lienzo. Una cabeza sobre una bandeja, todo muy oscuro, en las manos de un hombre que se acerca a una mujer (más tarde supe que era la cabeza de San Juan y ella es Salomé) parece que sale de la bandeja y va a rodar hasta donde yo estoy. Me retiro y tropiezo con una de las esculturas que ahora enfoco.
- ¡Mamá!¡Es una serpiente enorme! ¡Ven a por mí!- pero otro trueno impide toda posibilidad de que mis abuelos me oigan.

Veo el gran arcón. Si al menos dentro hubiera algo con que hacer ruido, un tambor o una corneta o algo así.
Me acerco y con mucho trabajo, entre chirridos de goznes desengrasados, abro el arcón.
- ¡Socorro! ¡Hay un muerto, socorro!
Una cara roja con cuernos, con unos ojos vacíos y una perilla negra me contemplan. Estoy paralizado de miedo y creo que me hago mis necesidades encima, oigo un ruido sobre el suelo de tarima, como un riachuelo, que creo que es mi propio orín.
- Muerto de miedo es lo que estás.
- ¡Socorro, no me mates, no me quites el corazón.
- ¡Pero Juanito, que soy tu abuelo- Ahora le veo, la luz ha vuelto y la voz es del otro lado del arcón, a mis espaldas.
- ¡Abuelo, abuelo!- mi primo me dejó encerrado.
- Mira que asustarte con el disfraz de demonio que llevé en los carnavales de hace un montón de años, no seas miedoso, anda baja con tu abuela que te de ropa limpia.

No creáis que dejé de subir al desván, pero siempre que lo hice a partir de entonces, cogía la llave y hasta que no salía de nuevo, no volvía a meterla en la cerradura. Así podía abrir desde dentro con facilidad.


enviado por Maria G.

2 comentarios:

  1. quee foto mas preciosa y oroginal joo que chula

    ResponderEliminar
  2. Gracias Maria G. por tu cuento del desván...
    un saludo y sigue enviando tus escritos para todos..

    ResponderEliminar