YA ES
NAVIDAD EN LA PLAZA MAYOR
Así estaba la Plaza
Mayor hace un rato cuando he salido a tomar un café. La surcaba
una bandada de niños especiales guiados por sus profesores. La mayoría iban
sonrientes y ufanos, sólo algunos aparecían con la mirada triste y extraviada.
Muchos puestos navideños estaban abiertos. Junto a uno de ellos con
figuras del Belén hablaban tres
jubilados; uno les decía a los otros dos que ayer estuvo en casa de su hija y con
sus nietos montaron el Nacimiento
con musgo del pueblo.
Me paré solitario bajo ese sol
radiante que se aprecia perfectamente en las fotos. Pensé que sería suficiente
con alargar el brazo para trasladarme a mi infancia y recorrer estos lugares y
los de Cadalso invadido por
la felicidad infantil. Llevo desde el año 1986 trabajando aquí y recuerdo ahora como en la Navidad de 1991 me hice el encontradizo con mi
hijo que venía de excursión con su colegio. Iban en fila de a dos, agarrados de
la mano (como hoy), los vigilaba su profesor de entonces, Don Gabriel; yo me oculté entre los
muros de los soportales y los estuve siguiendo con la mirada un buen rato.
Siempre lo narro porque nunca se me olvida y además me llena de ternura el
corazón y de melancolía el alma.
Aquellas Navidades, en realidad fueron varias seguidas, venían unas
orquestas magníficas de los países del Este
de Europa para tocar al atardecer música
clásica en las iglesias madrileñas. Yo llevaba a mis hijos para que se
familiarizaran y se sensibilizaran con aquellos acordes prodigiosos. Los
abrigaba bien con la ropa que me había dicho Paloma: los gorros hasta las cejas, las bufandas hasta los ojos (Miguel no la soportaba y al menor
descuido mío se la arrancaba, le pasaba como a mí de chico), los guantes,
manoplas para Berta, protegiendo sus
manitas, botas hasta las rodillas y, por fin, cubriendo sus cuerpos,
unos anoraks que ahora denominan "plumas". Forrados iban los
pobres, casi sin poderse mover ni respirar. (¡Qué cruz!)
Y cada día íbamos a una iglesia diferente a oír una
orquesta y a alimentar una ilusión. Conocí muchos templos en distintos barrios
(no he vuelto a visitarlos porque no volvieron los músicos y mi religión, como
mi patria, es mi niñez), eran unas parroquias preciosas, otras no tanto, pero
en todas resbalaban por sus paredes la música maravillosa de Bach, Mozart, Beethoven, Tchaikovsky,
Mendelsshon, Strauss... que nos inundaban con emociones
indescriptibles. ¿Sabrán esos genios la felicidad que, gratis total, siguen
provocándonos?
Poco a poco, con paso lento, fui
saliendo de la Plaza Mayor por la calle Gerona con dirección al Ministerio donde ya están instalando los adornos navideños.
Siento algo extraño, desconocido, dentro de mí. Ya no me gustan estas Fiestas pero hay algo hermoso de ellas
que vaga por mi mente. No sé. Supongo que será mi infancia. Aquella
infancia de cuando yo creía (¿por qué creía yo tanto?) que siempre serían
así las Navidades. Que nadie
desaparecería, que todos seguiríamos como en esas fechas: El adulto, adulto. El
joven, joven. Y el niño, que era yo, siempre niño. Aquellas sensaciones siguen gravitando
sobre mi cabeza, pero hoy mucha de esa gente no está. Siempre digo que me apena
morir porque la muerte impedirá que vuelva a sentir estas cosas que me llevan
en volandas a un mundo mágico, idílico, acotado de paz y amor interior. Pero
ocurrirá de forma inexorable, como les ocurrió recientemente a los cadalseños Dani, Charo y Jesús "Mardoqueo"(así
le pusimos en la escuela porque leyendo la conmovedora historia de ese personaje
bíblico, que fue tío y padre adoptivo de Ester y evitó el asesinato del rey Asuero, Jesús se trompicó con
el nombre y ese desliz fue suficiente para que él lo heredara).
Esta mañana únicamente salí a tomar
un café sin mayores pretensiones y me ocurrieron estas cosas. Pasa todo tan
deprisa que a veces me parece que nosotros, los de entonces, ya no somos los
mismos. Lo dijo un poeta que tampoco está. Queda José Luis Garci y las Navidades
de sus películas, que son como las mías y como las cuenta Balta cada año en Radio
Cadalso.
Miguel Moreno González
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