martes, 12 de marzo de 2013

Cartas al blog....




INVASIÓN DE PARAGUAS Y SETAS SOBRE LA CIUDAD


Existe un raro placer en observar paciente los días de lluvia desde la ventana, con los cristales empañados por el calor reinante en la estancia que ocupas y oyendo las caricias del crepitar del agua sobre el tejado y los latidos melancólicos del corazón. 

No obstante, si el día lluvioso acontece en la ciudad y a uno se le ocurre bajar a la calle para empaparse de agua y de vida, entonces observarás con desconsolada irritación como ese encanto salta hecho pedazos por mor de la dictadura paraguil
 
Tropezarás con miles de personas desaforadas y nerviosas, cuan endriagos quijotescos, surcando calles que no van a ninguna parte y al grito de: “¡Mi reino por un paraguas!”, arrasan inmisericordes con sus pertrechos paragueros y a paraguazo limpio con todo lo que encuentran a su paso (incluidas personas inocentes y poetas ensimismados) sin piedad ni miramiento alguno. Paraguas de dimensiones descomunales con colores intimidatorios y sistemas retardados de aperturas homicidas. 

Utensilios éstos que se te introducen en el pabellón auditivo externo, en la membrana pituitaria del apéndice nasal, en las papilas gustativas del paladar, en los ojos de ver o, si te descuidas, según los sacuden o los sujetan del indómito ventarrón, en el valioso aparato disfrutador (“¿disfrutas, cariño..?”). Toman al asalto autobuses y estaciones de metro e invaden las aceras más protegidas mandando a los sin-paraguas a la cruel intemperie de la calzada, mientras con aire arrogante de perdonavidas te miran blandiendo desafiantes el arrojadizo adminículo señalando directo a tu cabeza: “Te daba así...”



Es extraño esto de la lluvia. En época de sequía la gente está compungida, dominada por el temor a los hipotéticos cortes de agua y el fin de la Naturaleza y la vida. Es entonces cuando los diferentes países que componen lo que antes conocíamos como España, se disputan acaloradamente el escaso líquido elemento. Y cosa digna de observar es como se arrojan reproches a la cara así procedieran de una potente manguera que en vez de agua escupiera improperios. Todo el mundo clama, se rasga las vestiduras, se mesa los cabellos y extiende los brazos al cielo implorando a no sé qué género de sortilegios o milagros en forma de lluvia que palien lo precario de la atmósfera y sus estados anímicos próximos a la esquizofrenia de atar. Ya más tranquilos, se me antoja que un riguroso estudio sociológico confeccionado por sesudos sociólogos no estaría de más en este tema.



En cambio hete aquí que cuando llegan las lluvias vemos con espanto que no estábamos preparados para ellas; que las casas se llenan de goteras, las urbanizaciones se anegan, los ríos se desbordan provocando desastres que la sequía, mucho más prudente y sosegada, jamás originaría y los pantanos acaban, al fin, desaguando miles de metros cúbicos de agua por segundo para evitar riadas que sumirían zonas enteras en la desgracia. Se olvidan en esas ocasiones de acometer las obras pendientes de esos trasvases que hace sólo unos días resultaban ineludibles realizar y que ahora nadie recuerda pero que si se hicieran en temporadas lluviosas no provocarían encono, más bien parabienes, entre los distintos jerarcas que dominan con verbo sofista sus respectivos países; éstos, antiguamente, repito, comprendidos dentro de España. Humilde nombre tocado con eñe y que a muchos provoca sonrojo, tartamudeo y visible malestar. 



Retorno al principio. Creo que infinitamente peor que lo anteriormente descrito es la invasión de la ciudad por seres con pinta de setas de colores que sin recato ni pudor la pasan por las armas paragueras. Son los mismos que no ha mucho elevaban los brazos implorando unas gotas de agua que lavaran y aliviaran sus conciencias y que hoy se hallan ya redimidos de sus angustias.  ¿Tan dañina resulta el agua cayendo hacia abajo en ex-España? ¿No habría forma de consensuar una de esas Leyes que nadie cumple, aunque al menos a su abrigo nos permiten el socorrido derecho al pataleo, para proteger a los parias desamparados llamados sin-paraguas? ¿Podría subvencionarse generosamente, en cumplimiento de la mencionada Ley, a todo aquél que no porte paraguas y multar ejemplarmente a quienes lo lleven sin cumplir unas mínimas reglas de convivencia? Si esto no es posible me malicio que no tendremos más remedio que invocar a San Isidro para que nos deje como estábamos: Secos pertinaces y sin paraguas. Amén.



                              Miguel MORENO GONZÁLEZ

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