domingo, 28 de noviembre de 2010

Homenaje a las madres...

Vuelvo a plasmar este artículo ..
pues en el anterior me comí parte de el..
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Aquí va este artículo ...
como peculiar homenaje a nuestras madres...
desde la visión de un hijo llamado:
Francisco Torralba

Aquellas madres de antes

Toca hablarles de mi madre, la verdadera inspiradora de estos relatos, ahora que me ha dejado para ir a su bien ganado cielo.
Y rebuscando la foto con la que mejor ilustrarlo, escojo ésta en donde la vemos junto a la abuela Escolástica que lleva en brazos a la Tía Ramona. Imagen de cabecera de madres en blanco y negro, como no podía ser menos, y retahíla de recuerdos como homenaje a esas Madres, con mayúscula, que fueron; que nos dieron la vida, el alma de nuestra infancia, guiaron nuestra y juventud y que son el ejemplo a seguir en nuestra madurez. Y en la visión que me asalta la congoja y el ruego: Madre, ahora que estás con la tuya repitiéndole lo solicas que os dejó, y tan joven, no olvides a los hijos que por aquí aún andamos. Pero como decía San Agustín, no nos pongamos tristes por haberla perdido, demos gracias por haberla tenido. Orgulloso pues de ella, vayan unas pinceladas de aquellas madres, y sus hijos, tan especiales; como las de ahora y las de mañana, pero singulares por cuanto eran de otro lugar y tiempo. Aquellas madres de entonces, tan… ¡Tan peculiares!

Primero las retrataré con su eterno delantal en ristre, pelo con permanente o recogido en moño con aquellas peinetas y pañuelo al cuello convertible. Holgados faldones, siempre de oscuro o de riguroso negro en un perenne respeto y luto a guardar ¡Parecidas a ésta!
Aquéllas sí eran esclavas y su jornada comenzaba con las gallinas; con el gallo el hombre se levantaba para dar de comer a los animales e irse al campo pero ya ellas le tenían dispuesto la leche con malta y rebanada de pan; no si antes, haber limpiado el logar y sacado las cenizas para encender nuevas brasas. A escape que Padre echaba un bocado mientras ella le preparaba el saco de la merienda. Él que marchaba y empezaba su sempiterno ir y venir por la casa: poner a cocer el eterno caldero para los animales; echar mano de la escoba de enea para el patio y barrer toda la entrada Subir a llamarme para en un santiamén marchar a la escuela, el turno de arreglar al abuelo, bajarlo a sentarlo en su trono frente a la chimenea y volver a ordenar cuartos y alcobas, sacudiendo la lana o airear alfombras por el balcón, vaciar orinales… hasta que la veías dispuesta a salir ora al lavadero, ora al horno o a hacer cualquier recado que terciara. El cambio de delantal o mandil lo anunciaba y así que las veías trajinar yendo y viniendo portando pesos en la cabeza, presumiendo de equilibrio y cuanto más carga más orgullosas. Me parece verla aún, con mis ojicos de chiquillico, con aquel barreño con la colá en lo alto mientras huelo el almidón, al calor de aquella plancha arrimá al fuego o conteniendo aquellas brasas ; o asomando con el cesto lleno de recién horneadas pastas sentado en el quicio de la puerta.




Si se calaba los manguitos es que llamaba a zafarrancho de limpieza a base de arrodillarse y arrastrar aquellos pesados cubos de hojalata. Ayudándose de estropajos reciclados de algún resto hecho de esparto, trapos a colorines (testigos de zurcidos y sobras de costuras) y cepillo de raices, daba las rayas a los ladrillos de suelo y escalera y aceite a las juntas de madera. Agua de escaldar, arena de fregar, jabón hecho, lejía, zotal y vinagre… pero nada de mejunjes de droguería como ahora. Si los manguitos eran los blancos y a juego con el delantal, es que se mudaba para pasar a ser la panadera con la “masá” semanal, la pastelera de pasticas que anunciaban celebración a la vista o la ayudanta en la fiestica que rondaba: bautizo, comunión, clavariesas, matapuerco, etc.
La por fin construcción del lavadero en casa, resultó para ellas un gran avance. Se ahorraban de subir y bajar cuestas, aunque perdieran los dimes y diretes de las parroquianas del lavadero público. El agua corría en las casas y ya no tenían que trajinar con cántaros y botijos. Cambio que también sufrí en mis carnes cuando me vi lavándome en él y no en el barreño al sol de los chapoteos de mi infancia. Lavaban los trapicos cada día y ahora siempre había ropa tendida en el descubierto. ¡Entre ella disfrutaba, soñando, que también a mí el viento me ondeaba!

Mujeres hechas y derechas en mil detalles. De bien jovencicas, aprendían a coser y bordar para así ir haciéndose el ajuar que sería su carta de presentación social. Buenas aprendizas de sus propias madres cuando no, desde muy temprano, sus suplentes cuidando de sus hermanos y de sus menesteres. Ardua carrera, en tiempos difíciles y sin estudios pues la escuela casi ni la cataban ya que las faena era lo primero y hasta se esperaba su ayuda en el campo, rey de aquellos años. Allá también acudían para, tiemblen las igualitarias de moda, plegar y no coger olivas, plegar y no cavar patatas o cebollas, escardar y preparar semillas; recolectar y no llevar al almacén, subir al trillo pero no el aventar, montar en burro o a la grupa…

Amas de casa que cuidaban de su hombre y la casa, de profesión sus labores que como decía nunca se acababan. Y encima, la responsable última de aquellas familias y su relación con el vecindario en el que los críos les dábamos la matraca. Aquellas regañinas por mis maldades y verla sacar la zapatilla justiciera cuando reñía o hacía azares con el sermón de que habías de hacerte un hombre de provecho aún me infunden respeto.

Era la dueña en un mundo en que parecía que los hombres mandaban pero no, sólo llevaban la pana. Del padre recibíamos los apellidos, permisos oficiales y mote pero a la callada eran ellas las que manejaban el cotarro y las continuadoras de las costumbres familiares más ancestrales: Ricos pasteles y rollicos, recetas de la abuela; valiosas ropas, encajes y enseres de los tatarabuelos y maneras de hacer tradicionales: Jabón casero, queso y requesón de cabra, flanes y dulces, almíbar y olivas en salmuera, salazones y embutidos… ¡Cómo toda la vida, decían!
La mejores curanderas y entendías en males y trenques, echando mano de aquel saco botiquín (curioso utensilio para guardar acarrear cualquier cosa de entonces que bien merecería escrito); cataplasmas y remedios magistrales en una natural medicina: purgantes y ricino, perra gorda, sudar la cama, caldo de gallina, friegas y vahos, palico de oro e ungüentos varios… Cada una se especializaba y servía a otro, fuera de comadrona, componer huesos, barruntar diagnósticos… La mía iba y venía poniendo inyecciones como ninguna. Muy malico tenías que estar para tener que recurrir al médico o boticario.

Hasta el ocio lo aprovechaba como ninguna y es que entre tanta marcha, aún tenía tiempo para apañar sietes, darle a las agujas y confeccionar jerseys y bufandas, hacer patucos y filigranas con el ganchillo, partir nueces, arreglar olivas, hacer rastros de pimientos secos…

Incansables y duras manos, recuerdo como cojía los tizones sin quemarse, que nunca paraban a los sones de la radionovela de turno y el palique del corro de la calle donde se hablaba de mil cosas. A su vera muchos ratos de ejercitar mis manos a la par que me iba fajando en el santo qué diran y el comadreo de la fresca; un alcahueteo sano en aquel vecindario, aquella gran corrala, de casas con puertas siempre abiertas en las que todos eran mis “tíos” y el gozo de ver compartir las alegrías y desgracias.
La mía fue moderna y quiso que sus hijos pudieran volar para buscar otros mundos. Convenció a Padre para que Cristóbal escapara a trabajar allá abajo y por mí acudió a pedir beca. Aún oigo, entre los refunfuñeos de aquél, la máxima“ Anda galán ves y estudia mucho que aquí ya sabes lo que te toca”.
Me hice maestro y me convertí en padre .Todavía seguía hablándole de usted y sus sabios consejos de respeto y rectitud en la vida. Mientras sus nietos la abrazaban, adorando a su figura, repasé lo mucho que aprendí de ella: De sus manguitos, el tener que remangarse y ser el primero en hacerlo; de sus cambios de indumentaria el ser dispuesto a lo que terciara y a escape; de su echar mano de la silleta y velo para ir a misa, la humildad en la creencia de los actos. Del cambio de muda y bolso el estar siempre a punto y presentable; de su cariño a la gente el ser abierto y educado; de los parabienes con el recién llegado el ser hospitalario; de sus remiendos el aprovechamiento de las cosas… ¡La lista se me hace interminable!
Aquellas madres pasarían a la historia siendo las eternas calladas que aguantaron un mundo en posguerra. En procesiones y misa aparte, en las celebraciones aparte; no las veías en los cafés, ni tirando de vinos y licores. Siempre a la espera de un mañana lleno de sombras, entre maridos que se iban a la siega, la patata, naranja o vendimia, que el cartero trajera carta de los suyos. Llegadas al merecido retiro, perdían esposos y se quedaban en aquella casa llenas de recuerdos; solas, tirando de tele y pensión esperando vernos volver a casa por Navidad, como el anuncio ¡Material para componer mil coplas de aquellas que les gustaban!

Leí por ahí que nuestras madres nos abrieron las puertas pero sólo nuestra voz hará que se mantengan abiertas de par en par. Si empecé estos relatos, junto al fuego, a su falda, lanzo estas palabras al viento para que sus biznietas y todos los que vengan detrás sepan, de buena tinta, quién era la Tía Vicenta. Una madre más…de aquellos tiempos… ¡El faro de mis recuerdos!

Francisco Torralba lopez

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